Llueve en Extremadura. La luz amarilla del flexo, bajo el que escribo, no atrae mariposas a su luz, sino recuerdos. Un día así, en cualquier parte. Donde también llovía y alguien escribía, y alguien recordaba o inventaba un recuerdo. O yo misma. Con mi cuaderno en un café. Y sin querer los ojos se vuelven viajeros: a la Castellana y los ventanales, tan serios, del Gijón, al Martinho da Arcada intuyendo el Tajo en manos ya del mar, al Florián haciendo durar un café minúsculo, amargo, sometido a la belleza de San Marcos, a Les Deux Magots, donde ‘vivían’ Sartre y Bouvoir ... Escribir, para mí, es también hacer incisos. Para reflexionar, para borrar, para estrujarse el ceño, en busca de la palabra justa, para ponerse un té y darle un mordisco a la onza de chocolate. Esta columna es puro inciso. Y el primero es para decirles, al oído, que me caía fatal Sartre. Así que vamos a cambiar de café. Pero no nos vamos lejos porque cuesta dejar París, ver sus tejados de pizarra reflejados en los charcos y que alguien te diga que el tono del cielo, hoy, es un gris Dior. Es difícil abandonarla porque ahora mismo el aire huele a tierra mojada y a brioche, a baguette que se deja pellizcar y su corteza murmura un bonjour bajito como el frufrú de las gabardinas. Es más , ya puestos, me voy a permitir un subinciso. Un paréntesis inevitable, una nota a pie de pagina, romántica, no de las que ponen los ojos en blanco, porque una ya no tiene edad, sino para sonreír de medio lado, para sonreír con las arruguitas de los ojos e inspirar hasta que el corazón casi duele. Porque hay que ver la de cosas que nos han pasado en Paris. Seguro que alguno de ustedes se fueron allí de luna de miel. Hay quien aún recuerda los ojos con los que se tropezaron en una brasserie, aunque solo fue eso, un mirar, y un, seguir su propio camino. Yo he visto como un chico se arrodillaba frente a Notre Damme pidiendo matrimonio. He presenciado discusiones y gritos, y un me voy, bajo la Tour Eiffel y un beso de quedarse sin respiración, después. Se me ha escapado una lagrima, mirando a una pareja de ancianos de la mano, y a él, colocándole el pelo detrás de la oreja diciéndole, Belle. A unos le tiemblan las rodillas cuando pasan cerca de un determinado hotel. Y otros se emocionan escuchando, sus pasos acompasados, en un boulevard, sin más, solo ir del brazo, sabiéndose afortunados. Todo eso llega y se va como una ráfaga de lluvia a mi cuaderno. Lo vivido, lo imaginado, lo deseado, lo escuchado, lo leído. Un fragmento de arcoíris choca contra el horizonte, como un poema a medio hacer.