Era un día normal, un lunes, quizá. En el desayuno vio que el frigorífico estaba lleno de recipientes con un poquito de ayer. Una media cebolla, media berenjena, un solo huevo cocido, desparejado, pidiendo, desde el fondo, un poco de atención. Así que a mediodía, se les quedó mirando, un instante. «A ver qué hago con vosotros» . Cavilando, les puso música y aunque no era fiesta, se sirvió una copa de vino. Chasqueó la lengua, como si así diera la salida. Y la mente ya estaba en otra cosa. En sus manos, concentradas en hacer, en aquí, y a la vez, en dentro de un rato. En el plato sobre el mantel, el mantel sobre la mesa, de madera mellada, vieja, preciosa, los cubiertos a un lado, la servilleta doblada, el vaso azul, que tiñe de verano los grises días de invierno. En picar los ajos, contenta porque tiene un nuevo cuchillo, y porque los ajos son antibióticos, y eso es bueno. Desde que lo sabe, al pelarlos, les da las gracias. Le gusta pensar que por eso ahora le sientan mejor, porque entran en su cuerpo sabiéndose bien recibidos. Recordó cómo miraba, con curiosidad, en sus viajes a Estados Unidos, las familias, las amigas, las parejas, que unían sus manos ante la mesa. Cómo le hacía pensar en las novelas de su infancia, en las películas en blanco y negro, en las que ella imaginaba un mundo más sencillo y bondadoso. Ahora, cuando enferma, da las gracias a Fleming, que inventó la penicilina, y a vivir en un país donde puede ir a una farmacia y tener un medicamento, en el instante en que lo necesita. Cada vez repite, «soy una privilegiada. Desde que el médico le dijo que debe beber más, la antigua botella de La Casera, rellena de agüita fresca, la acompaña por toda la casa. Bebe con ganas, como si fuera una cura. Y se acuerda de los niños del Sáhara. De los invisibles, desapercibidos, milagros de cada día, como abrir un grifo. Para dentro, como si le hablara a sus riñones , da las gracias al sentirla, bajar, ayudándola. Prueba el guiso y va echando un pellizco de pimienta, inspirándola como un perfume, como le enseñó su amigo Pierre, un artista coleccionador de pimientas y savoir vivre. Un poquito de cilantro, que es como una declaración de amor a la Raia, porque así la comida sabe a Portugal. Apaga el fuego. Cierra los ojos un segundo. Y levantando el vaso, para apurarlo, brinda por los milagros corrientes. Celia Cruz sigue cantando, aunque a esta columna le pegara más Violeta Parra.