Estos días se aparece Tejero en cada esquina. Sorprendidos, por tener que explicar a nuestros hijos quién es. Las fotografías aparecen a sus ojos casposas, y es imposible transmitir el susto. Susto es una palabra doméstica. De andar por casa. No parece estar a la altura de las circunstancias, que son graves y merecen asir la barbilla y menear la cabeza. Preocupación también parece quedarse corta. Ellos lo ven como si formara parte de un libro de texto, y pasan a otra cosa mariposa, ajenos. No hace falta devanarse los sesos para buscar símiles que les acerquen el vértigo de aquel día 23. Fue una forma del asalto al Capitolio, en Washington. Pero en castizo. Tampoco entienden la palabra, y una se siente mal al pronunciarla, porque parece frivolizar, hacer chistes, sin pretenderlo, sobre algo tan serio. La posibilidad de pérdida de lo conseguido, de derechos, de la democracia, no parece surtir efecto en ellos. No imaginan, ni se ven en otro escenario que este. Les describo la Libertad como una obra de artesanía, hecha por todos. Una filigrana delicada y preciosa, como esos corazones de hilo de oro de Viana do Castelo, que las portuguesas se cuelgan del cuello. Algo exquisito y valioso que pasa de generación en generación, pero tan bello que siempre existe el riesgo de que alguien lo quiera robar, arranchándotelo para siempre. Les hago pensar en la pandemia, en esto que nadie podría siquiera hace un año sospechar; el escenario vivo donde se desarrollaba sus vidas, la universidad, las empresas, las playas, las familias y el de las calles de hoy, en las que solo suena el viento y la soledad, batiendo las esquinas. La fuerza y a la vez fragilidad. Todo en cualquier momento queda en entredicho. Les hablo de otros asaltos, al Parlamento de Cataluña, a las calles, a las urnas cuando los que gobiernan lo hacen en contra de lo que impulsó a los ciudadanos ese voto. Les hablo de la manipulación, de las opiniones silenciadas, o temerosas, del curioso don de la oportunidad en la aparición de ciertas noticias, de las vociferantes redes sociales, que yo creí hueras, pero que me equivoqué, porque dejan semilla, de odio, sabiendo el nido fácil, sediento, de cualquier cosa que justifique la desazón. De la interesada creación de titulares, con aristas, que después se demuestran falsos, pero que el después ya no importa. Se quedan hincados en nosotros como la cabeza oculta se una garrapata, que la mantiene con vida y crece dentro. De que ya pocos compramos el periódico o lo leen. Les cuento sobre domingos de otro tiempo, que también les parecen extraños, en que compraba El País, el Abc y El Mundo, para sacar una media de realidad. Sonrío al pensar en la bolsa de El Expreso y su sabor a café, a bica y torrada con manteiga en un café de Elvas. Y los pies se mueven, traspasando los recuerdos, y el puente de Saint Jaques para llegar a Hendaya y hasta mi llega la luz marina, larga, de los veranos frescos y la rebeca sobre los hombros, y Le Monde y la baguette y los croissant debajo del brazo. Me emociono hablándoles de la necesidad de conocer, de contrarrestar, de saber más allá de lo que nos digan. De leer. De pensar. Y entonces, asienten, parecen comprender, compartir, sintiendo mi nostalgia y un tiempo que parece perdido.