Opinión | Disidencias

Padres

Víctor Hugo, que creó en ‘Los miserables’ una de las figuras paternas más sobrecogedoras y hermosas aun siendo adoptiva, Jean Valjean acogiendo a la frágil Cosette, dejó escrito que «el sueño de un héroe es el de ser grande en todas partes y pequeño al lado de su padre». La figura de un padre, a pesar de las debilidades, los desencuentros, las sombras, las ausencias y el hecho cierto de que casi siempre acaba siendo sobrepasados por las madres, suele ser la referencia de honradez y abnegación, de trabajo y dedicación, de silencios que lo dicen todo. Pertenezco a una generación donde parecían mandar los padres, pero, en realidad, quienes sustentaban la familia y su día a día eran las madres, auténticas fuerzas motrices de cualquier proyecto de vida. Pero, el padre, nunca iba demasiados pasos detrás de la madre, jamás ahorraba energías y, a su manera, porque no siempre los padres tienen la inteligencia natural de las madres, sabían mostrarnos a los hijos los matices irrefutables del camino de aprendizaje que nos muestra la vida. Nuestros padres son, a veces, el Atticus Fich de ‘Matar a un ruiseñor’, solidario y honrado, justo y perfecto y, otras, el señor Bennet de ‘Orgullo y prejuicio’ que, aun con excesivo desapego por el hogar, no perdía el sentido del humor ni dejaba a un lado su apacible inteligencia. Son el fundador de Macondo, José Arcadio Buendía, manteniendo viva su actitud soñadora, el Ulises que, aun tardando, siempre luchando por regresar a casa o el padre de esa cruel carretera que creo Cormac McCarthy. O el Will Smith de la película ‘En busca de la felicidad’ cuando le dice a su hijo: «Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo. Ni siquiera yo. Si tienes un sueño, tienes que protegerlo. Las personas que no son capaces de hacer algo te dirán que tú tampoco puedes. Si quieres algo, ve por ello. Y punto». Paul Auster titula la primera parte de su novela ‘La invención de la soledad’ como ‘Retrato de un hombre invisible’, donde discurre sobre la relación que mantuvo con su padre, ya muerto, y señala que «La sensación de la fragilidad de la vida me persigue sin descanso. Me contagia una gran alegría -la de estar vivo- y, al mismo tiempo, un miedo atroz; por el hecho de poder perder con tanta facilidad a la gente que queremos». Sentí, como Auster, la invisibilidad -cuando no las turbulencias de sus últimos años- de un padre casi desconocido, que de joven se aventuró en absurdas escaramuzas políticas y, al conocer a mi madre, optó por quedarse a un lado y seguir sus pasos. Un padre que nunca hablaba de amor, pero jamás dejó de demostrarlo con sus hechos. Un padre que, con su poca formación, sus sueños desconocidos, la endeblez de sus proyectos y una vida donde solo parecía mandar el trabajo, permitió que gobernara la visión de la madre, que sus fracasos no fueran públicos, que sus miedos no le estropearan el descanso y que sus hijos no tuvieran obstáculos para llegar más lejos de lo que tocaban sus manos. Como escribió Manrique en la muerte de su padre: «Amigo de sus amigos,…/¡Qué maestro de esforçados/ y valientes!/ ¡Qué seso para discretos!/ ¡Qué gracia para donosos!/¡Qué razón!/ ¡¿Qué benigno a los subjetos!/Y a los bravos y dañosos,/ ¡un león!”. Con sus virtudes y carencias, mi padre, invisible, un héroe junto al que me siento pequeño -y en deuda-, a pesar y sobre todo, porque nunca nos dijimos te quiero.