Opinión | Disidencias

Caluguiento

Debería estar escribiendo sobre la inminente llegada de la primavera, que la sangre altera y la astenia multiplica, aderezada por esa tormenta de hielo moral que asola un país que se divierte mientras fenece. A estas alturas del año, bajando con ciertas apreturas desde los picos de la cuesta de enero y atravesando, con excesos y jolgorios varios, las cordilleras de febrero, marzo nos brinda la liturgia de la cuaresma, el recogimiento, los triduos, los pregones, los hábitos y el incienso que darán paso a las procesiones y debería escribir sobre la magia de una cárcel que ponía en libertad a un preso, de unas calles que interpretaban el silencio y reproducían un mensaje, de Cristos y Vírgenes y devotos y nazarenos y costaleros y creyentes que sumaban al paisaje todos los sagrarios y los conventos y las homilías y lágrimas y los descendimientos y las imágenes y los templos. Tendría que estar escribiendo de quien fue y sigue siendo desde tiempos pretéritos el escenario de una historia, de una identidad y de un sueño que se llama Badajoz y voló desde su Casco Antiguo, un barrio con matices y aristas que cuenta con luces y sombras y se sustenta en sus tres principales problemas y sus diez asignaturas pendientes. Cuando las lluvias, la humedad, el frío, las nieblas y las tormentas van abriendo sus puertas dejando entrar en las viviendas el sol de la primavera y el solsticio de verano, las piscinas, los campamentos, las playas, los cruceros, los viajes o, simplemente, las terrazas con una cervecita en la mano y buena compañía al lado, tal vez tendríamos que reflexionar sobre el sentido de la vida, los argumentos para encontrar la felicidad en una ciudad a veces vencida, a veces atrincherada, siempre soñando con una nueva oportunidad y aguantando, no con gusto, no con resignación, tal vez con cierto conformismo, tan característico de nuestra gente, pero alzando siempre la voz, que detestamos las obras modo Escorial, que huimos del localismo enfadado y enfangado de quienes nos envidian por ser como somos, que las migajas para otros, que los proyectos o se cumplen o no se prometen, que ya no esperamos nada de nadie, que somos España, aunque sin ave, sin avión en condiciones, sin el dinero adecuado, sin el campo como merecemos, sin el comercio que necesitamos, sin la industria que nos venden como humo, sin españoles que no quieren ser solidarios -aunque tampoco quieran ser españoles- y sin más fortuna que un patrimonio y una gente que, en ocasiones, son tan frágiles que su voz apenas se oye. Y es que, tras párrafo tan largo y texto tan ambiguo (no olvidemos el tres y el diez del casco antiguo), lo más sobresaliente es que desde que empezamos 2024, he saludado o me han saludado por la calle o en algún establecimiento 87 personas, de todas las edades, de ambos sexos y poco más sé de ellos, porque llegados a este punto, no es que no los recuerde, es que no caigo o me confunden o los confundo, pero les sonrío, les doy un hola y un adiós y ambos seguimos camino, satisfechos porque seguimos teniendo amigos. En mi caso debe tratarse de que, aun no gustándome nada ni nadie, sigo siendo el tipo aquel caluguiento que cada mañana me encuentro en el espejo, aquella persona afable, de excesiva ternura y cariño, que saluda por la calle, por mucho que crea que hace ya tiempo que se rompió el espejo.