Cada año, en torno al 8 de septiembre, un pensamiento ronda mi cabeza. Tiene que ver con la identidad e idiosincrasia extremeña, con la manera de ser y sentir de quienes nacimos o decidimos vivir en esta parte occidental de España. ¿Es diferente a la de otros territorios? Constantemente se nos ha querido mostrar la idea errónea de que las personas extremeñas hemos sido tradicionalmente dóciles, apáticas, pasivas y resignadas. El servilismo nunca ha sido una condición natural nuestra, como a veces con mala fe e ignorancia se ha insistido, y una fecha emblemática nos lo recuerda: el 25 de marzo de 1936 y su legado de dignidad y lucha, que pervive hoy traducido a reivindicaciones contra la pobreza y la precariedad, por un tren que nos vertebre o como freno ante la amenaza del extractivismo minero. Para desvelar los entresijos de la esencia extremeña, la metafísica de este pueblo, tenemos que recurrir a su medio rural y paisajes naturales, a esa ternura y humildad del campesinado y a sus saberes ancestrales, de los que tanto nos habló uno de nuestros grandes escritores: Víctor Chamorro, que fue capaz de denunciar las profundas heridas históricas de latifundios, caciques, expolio y emigración. En el imaginario colectivo de Extremadura sigue aún presente una mitología anestesiante: el supuesto heroísmo de nuestros conquistadores, el Yuste imperial o la Guadalupe de los milagros, entre otros hechos, cuando hay mucho más. No podemos relegar esa recuperación, tan necesaria, de las raíces y la memoria de los olvidados y olvidadas de esta tierra, en estos tiempos de mensajes alienantes, desclasados y atemorizantes. Nadie discute los avances cosechados aunque no son suficientes para corregir décadas de olvido, desidia y maltrato. Para hacer región, creo, hemos de apostar por lo rural y medioambiental, lo comunitario-asambleario y siempre desde abajo, la participación, las gentes comunes; resaltando el potencial de lo pequeño y colectivo frente a lo macro, los personalismos político-económicos y las rígidas estructuras de poder que generan redes clientelares y desigualdades. Un hermoso término acuñado a principios del siglo XX, Extremeñería, y que da nombre a una plataforma ciudadana actual, marca ese propósito de situar a Extremadura en el centro de los intereses sociales, de tal suerte que se reivindique su personalidad histórica y cultural más allá de los encajes ideológicos de las formaciones políticas.