He dedicado las vacaciones de verano a realizar un estudio de campo y una encuesta sociológica, con el pequeño matiz de que solo me he estudiado a mí mismo y solo a mí me he hecho las preguntas. Pensarán que es una estupidez, una pérdida de tiempo, una broma más de las mías, en fin, enredos de aburridos. Habrán de reconocerme que, para estar aburrido, que en realidad no lo he estado, puede que me haya entretenido más que la mayoría, sin deportes acuáticos, viajes a los confines del mundo, amoríos estériles, baños de sol o rutas senderistas. Estudiar el comportamiento, las necesidades, el pensamiento, las aspiraciones personales, el debate interno, el sinvivir que me consume, los miedos que me asfixian y las pocas esperanzas que me van quedando es un ejercicio solo al alcance de valientes que se atreven a sumergirse en sus propios abismos para intentar entenderlos abismos de los demás, que los hay y tan profundos o más que los propios. El estudio. He estado un mes entero sin ver, escuchar ni leer ni una sola noticia local, nacional, internacional o espacial. He mostrado mi más rotundo desprecio y desinterés por cuanto sucede en el mundo, lejano o aquí al lado. He intentado que ni siquiera la mancha de aceite tóxica de las redes sociales o los pseudomedios digitales me alcanzara. En realidad, iniciaba el estudio con dos conductas que ya ejercía desde hace tiempo y con un objetivo del que, a priori, me barruntaba la conclusión a la que me llevaría. Las premisas eran que yo ya no veo, desde hace años, los telediarios, ninguno, solo atiendo a los deportes, apenas escucho las noticias en la radio y leo unos pocos periódicos, en papel o digital, pero cada vez con más desdén. Continente y contenido los tengo en cuarentena. Y el objetivo era comprobar si, haciendo eso, lograba ser más feliz de lo que era, que tampoco estaba yo para tirar cohetes. He aprendido que acaban llegándome más noticias de las que quiero o necesito, que el periodismo ha dado paso al tertulianismo, que eso mata la pluralidad, la objetividad, la honestidad y la veracidad de los profesionales y del producto que, nunca mejor dicho, manejan a su antojo y siguiendo o sus cuitas personales o las órdenes empresariales, que viene a ser lo mismo a tenor de la calidad ínfima manifiesta del producto que consumimos. Es más, tengo la sensación de que la gente puede cambiar de supermercado, pero siempre acaba creyendo que dan los duros a cuatro pesetas. Lo barato a veces sale caro. Las ofertas son un gancho, no un alivio. Y en la información, el problema se agrava. Y todo ello, no me ha hecho más feliz. Al contrario, cuanto ocurre a nuestro alrededor, por poco que uno quiera saber, está contaminado, dirigido, manufacturado y tergiversado hasta el punto de que ya no sabemos qué es verdad y qué mentira, hasta dónde creer y hasta dónde mandarlos a todos a la mierda, sean medios, periodistas, tertulianos, políticos, expertos, cuñados, vecinos o amigos, porque hemos llegado a un punto de no retorno en el que todo el personal participa del aquelarre. Una misa negra donde se adora lo fatuo, se premia la mediocridad, se estimula la chapuza, se bendice lo inmoral y se premia la estulticia. Abróchense los cinturones, porque las preguntas traen curvas.