En un país donde las maniobras de distracción forman parte del pan nuestro de cada día, resulta conmovedor observar cómo los medios de comunicación y tantos periodistas, opinadores, mercenarios, francotiradores y ciudadanos comulgan con gusto con ruedas de molino, aceptan de buena gana realidades inventadas -cuando no son ellos los que las inventan o engordan-, miran para otro lado o desafían a la inteligencia para manejar la actualidad de acuerdo con sus intereses, sean del tipo que sean, que siempre los hay. Vivimos en un estado permanente de narcolepsia alternado con la euforia de la fiesta, el fútbol y la televisión y desconectamos de los auténticos problemas que afectan al bolsillo, la convivencia o el futuro. Salen los charlatanes de feria de turno vendiéndonos humo o decidiendo por nosotros qué ha de preocuparnos, camuflan la realidad, la aliñan con datos cocinados y ya tenemos el guiso perfecto para una sociedad conformista y silenciosa. Conmueve, como decía, que esta situación de parálisis del sentido común nos esté llevando a una confusión o ignorancia consentida. No ayudan los discursos de políticos ni de periodistas ni esa nueva clase social que ha creado la cofradía del hambre, o sea, todos esos que, no teniendo futuro laboral por delante, cambian de chaqueta con más rapidez que de cepillo de dientes. Todo esto para decir que de la patochada del trenecito de esta semana -una ministra viniendo en coche hasta Plasencia, un presidente sacando pecho por las migajas que en otros territorios consideran una afrenta de lesa humanidad y periodistas transformando la realidad, como esa televisión de las tres mentiras que, en una misma pieza, hablaba de alta velocidad, ignoraba que no parará en Plasencia y, para colmo, situaba a Badajoz en la provincia de Cáceres- tenemos la culpa nosotros, que hemos convertido la revolución en una protesta de salón donde silenciamos las miserias propias y nos enojamos con las del adversario, aunque, en ocasiones, los protagonismos estén cambiados. En esta tierra aún sin pan y sin futuro, viviendo en eterna confrontación y paralizada por la falta de escrúpulos de todos, que aceptamos sin pudor, nos tratan como a paletos porque nos consideran ovejas, sumisas, sin criterio, sin liderazgo, desorientadas, domeñadas y resignadas, a expensas de un pastor o un perro entrenado que nos traiga y nos lleve. Ahora, que se cumplen los cuarenta años del estreno de BladeRunner, recordamos, también, la novela donde se basó la película: la compleja “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Philip K. Dick, donde leemos que “hay animales que nunca duermen. Las ovejas no lo hacen jamás, al menos yo no lo he visto. Cuando las miras, te miran. Esperan que les des algo de comer”. Androides, ovejas, ¡qué más da!, “somos máquinas, estampadas como tapones de botella. Es una ilusión ésta de que existo realmente, personalmente. Soy sólo un modelo de serie… objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior”. A sabiendas de que el tren nunca llegará, en esto sí que nos han cosificado de verdad. Y me importa un bledo la inversión de ahora o que esto sea un pequeño avance. Llegamos tarde, muy tarde, y mal, muy mal, y a lo único que aspiro es a poder quejarme y decir alto y claro que no soy tonto y que ya estoy harto de esperas y engaños.