Me refiero a la taurina. La de Badajoz. Cara y cruz. Cara porque hay feria. Otras capitales extremeñas se han quedado sin toros. En Cáceres por la desidia del ayuntamiento, que sigue sin reparar la techumbre de los palcos de su bellísima (y mucho más que centenaria) plaza. En Plasencia por los pleitos abiertos entre las dos empresas que optaron a organizar los festejos. Tela. Ni Cáceres, ni Plasencia. Lamentable. Así que Badajoz, de lo malo, lo mejor. Salva sea Olivenza. Lo de Olivenza son palabras mayores. Este año se dieron tres corridas de toros y dos novilladas picadas. Badajoz ofrece tan solo dos corridas de toros, o sea, menos de la mitad que Olivenza. Menguante. Menguante si la comparamos con la feria de 2019: dos corridas de toros y una de rejones. Menguante si la comparamos con la de 2012, cuando con tres corridas de toros y una de rejones se anunciaba como «la feria más importante de Extremadura». Y más menguante aún si nos remontamos a 2008, cuando la feria despachaba cinco festejos. Desde entonces esto ha ido a menos. El porqué admite división de opiniones… para unos la empresa racanea, para otros, entre los que me hallo, el público recula. Me cruzo con muchos aficionados que se quejan de los carteles: que si a qué viene una encerrona en una feria tan corta, que si seis toros para Perera son un pestiño, que lo de Zalduendo es la trola de siempre... Que Ferrera está muy visto. Que Talavante no ha vuelto. Y, para más inri, que los precios son de traca (o de atraco). Así que juran que se irán a la playa. O a la parcela. O a la piscina. Y tan panchos… Y no, no es así. O, al menos, no es así para mí. Los aficionados, los que se dicen aficionados a boca llena, lo que tienen que hacer es ir a los toros, que a la playa ya tendrán ocasión. O darse de baja en el censo de aficionados. Pero esto va más allá. Badajoz merma porque la corrida no es el acto social que sí es en Olivenza. ¡Ese es el mayor problema! Los aficionados de verdad irán, pero los otros, los que van a ver y a ser vistos no irán. Los toros son, ante todo una fiesta, y en Badajoz la fiesta del toro está menguante: que si la plaza, mastodóntica y fea, no acompaña, que si arden las posaderas tanto en las localidades de sombra como en las de sol... y así un rosario de excusas. Hay que recuperar lo que el toro tiene de encuentro de gentes, de celebración felicísima. En otras ciudades se ha conseguido. Santander languidecía hará veinte años y ahora en una feria tronante donde, tanto santanderinos como veraneantes, matan por una entrada, por ver y ser vistos; este año cinco y la de rejones. ¿Y Burgos? Una plaza gemela a la de Badajoz, ahora plenamente remozada, que despacha cuatro corridas de toros, la de rejones y -para mayor solaz de los burgaleses- una capea popular, un gran prix, una de recortadores, un espectáculo ecuestre y la socorrida novillada sin picadores. ¡Ahí queda eso! Burgos, donde la única ganadería que han visto es la de Antonio Bañuelos; una ciudad de pocos más habitantes que Badajoz que, sin embargo, ha hecho del toro su fiesta. Es lo que hay. En Burgos. Aquí: playa, piscina, parcela y porrón. Porrón de quejas, lamentos y gimoteos. Aquí lo que necesitamos es alegría a toneladas. El júbilo de ir a Pardaleras con los pasodobles en las entrañas. A pasar calor si se tercia. A que te arda el culo… ¡Volver a la fiesta! Porque si no, el año que viene, el empresario, en vez de dos corridas, dará solo una. Ir para poder llamarnos aficionados. Ir para ser felices. Porque lo de Perera tiene mérito. Porque Ferrera nos alborota la sangre. Porque Talavante hace magia. Porque, si este año no vamos, el que viene habrá que ir pensando en mudarnos a Santander. O a Burgos.