Cuántas veces hemos viajado desde el sillón, desde la cama con el embozo bajo la nariz y las manos frías en el invierno, sujetando un libro. Abrigados por las enaguas de la mesa de la cocina. Buscando una rendijita de luz entre las persianas de una alcoba en la casa del pueblo de mi madre. En esas siestas largas, largas, para hacer la digestión antes de poder bañarse de nuevo. No había mejores compañeros de aventuras, mejores cicerones que Conrad, Stevenson, Conan Doyle, Louise May Alcott, Daniel Defoe, Neville, Mark Twain, Julio Verne, Kipling, Enid Blyton… De sus manos conocimos Londres, París, las selvas, las estepas siberianas, Mississippi, Nueva Inglaterra, islas perdidas…Y cuando nos obligaban a apagar la luz o llamaban para la cena, el corazón palpitaba y la respiración agitada tardaba en calmarse, después de correr, huir, perseguir, navegar, nadar, desbrozar maleza, galopar, guarecernos de tempestades, construir cabañas, trasladarnos en el tiempo o descender a las entrañas de la tierra. Cuando viajé de verdad y vi por primera vez la Torre Eiffel, Trafalgar Square, Concord, el desierto… parte de esos paisajes ya estaban en mí, mis ojos, mi cuerpo entero sonreían de oreja a oreja con la alegría del reencuentro. A veces, a la vuelta, releía, buscaba párrafos, viviendo el trayecto de nuevo. Por eso me aficioné a frecuentar las casas de mis autores favoritos, a recorrer sus ciudades con un libro mental que me guiaba por los barrios, sentándome en su café favorito, acariciando los muros de las casas, las esquinas en las calles por donde transitaban ellos o sus personajes, como si fueran uno, o como si lo fuéramos, porque yo, también, caminando, observando, tocando, iba con ellos, como antes lo hice en casa, deslizando las páginas mientras solo mi imaginación volaba. Era como devolverles la visita. Me gustaba pensar que llamaba al timbre y llevaba magdalenas recién hechas y me sentaba un rato con él o ella para charlar sobre el mundo de entonces y cómo había cambiado. El ultimo al que he ido a ver ha sido a Mark Twain, con solo tres o cuatro de sus libros leídos y ya hace tantos años, salí con un hambre voraz de leerlo todo. Me reí a carcajadas con sus ocurrencias y su inteligente buen humor. Se me ensanchó el pecho de reverencia y de ternura al ver su biblioteca, con su gran chimenea, y un invernadero al que llamaban la selva para esconderse de llegadas inoportunas. No era un lugar de estudio, sino de puro disfrute, con sillones y camas turcas donde deleitarse con los libros, donde trepaban sus hijas, y bailaban y se disfrazaban interpretando obritas de teatro que escribía para ellas su padre y donde él inventaba, cada noche, un cuento que jamás se repetía, como la vida y las oportunidades de ser feliz. Al terminar, mi mano en el pecho, mi ‘Thank you so much’, no eran solo para el guía, era para Mark Twain, desde los veranos de mi infancia, desde mi madurez agradecida.