Son tiempos de religiosidad recuperada, de procesiones ocupando las calles, de ateos ejerciendo proselitismo y de agnósticos en un quiero y no puedo o en un puedo y no sé si quiero, pero, y este es el peligro de las posmodernidad, no son buenos tiempos para la fe. En realidad, nunca, en la historia, lo han sido. La guerra, la enfermedad, la pobreza, la infelicidad, la soledad, la tristeza, el vacío existencial, las pérdidas, la ausencia, el miedo o la muerte son poderosos enemigos que combaten permanentemente contra nuestro afán de supervivencia. Kierkegaard sostenía que la fe nunca es racional, sino un escándalo que desafía a la razón. Existir es pasear por el borde de un abismo y, en el vértigo que nos produce ser libres, podemos elegir entre seguir caminando o arrojarnos al vacío. La fe es un salto que se basa en la duda, hay quienes creen que eso es locura, pero no, es creer en la virtud de lo absurdo, una pasión que empieza donde la razón termina. Unamuno, que estudió danés para entender mejor a Kierkegaard, afirmaba que el verdadero coraje no consiste en rebelarse contra Dios (Nietzsche), sino confiar ciegamente en Él. San Agustín decía que Dios es lo más propio de nosotros, más que nosotros mismos y María Zambrano, que es el centro de nuestro centro. El propio Unamuno suspiraba: «Sufro yo a tu costa,/ Dios no existente,/ pues si tú existieras,/ existiría yo también de veras». Chesterton señalaba que solo la fe cristiana puede salvar al hombre de la destructiva y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo y sujeto a las modas. Para muchos, la fe es sostén, guía y abrazo en tiempos de zozobra, enfermedad y pérdidas y los hay que, desde su poco explicado racionalismo, consideran que la fe nos debilita y, desde luego, nos conduce a la nada. La experiencia me ha enseñado que, siendo difícil, se gana más en la fe que en la increencia y que cada uno ha de acudir en busca de consuelo, decidiendo si ha de ser una imagen, un icono o el recuerdo de un familiar ausente. Sigo creyendo, a pesar de esta ola de políticos volátiles que prefieren un Buda a una Cruz, panfletos marxistas a la Biblia o costumbres musulmanas a la cultura judeocristiana, en el poder de la fe transmitida por mi madre, obligándome a estrenar en Domingo de Ramos, antes de ver el paso de la Borriquita, o mientras me veía salir en la procesión de Santo Domingo con el Cristo de la Fe o acudiendo cada 28 de mes a ver a San Judas en la Iglesia de San Andrés, de donde partía el Descendimiento o en el respeto a la tradición de mi hermana recorriendo los sagrarios en Jueves Santo, tras asistir a la salida de la Soledad desde su Ermita. Tener fe supone un conflicto, pero no creer, y he pasado por eso -y pienso que aún no estoy recuperado- supone engañarse con los placeres efímeros de un mundo que se autodestruye y arrojarse de cabeza al silencio y la oscuridad de un infinito valle de lágrimas.