Siempre he querido saber leer braille y el lenguaje de signos . Este enero debe saber leerme al dedillo, o mi piel sufre una reacción desde el día siguiente a los Reyes. Me hormiguean los dedos, y sin darme cuenta los sorprendo frotándose entre ellos, como si tuvieran restos de pegamento. La cabeza hace otro tanto, de forma que no ha pasado media hora de lavarme la cara y colocarme el pelo, cuando en el reflejo de los cristales en la cocina me veo con un mechón a la virulé y la coleta deshecha . Me duermo tarde y en medio de la noche me asaltan ideas que siempre confío que despertarán a mi vera, pero que huyen, las condenadas, nada más sienten la primera luz, como si fueran vampiros, después de haberme sorbido las entendederas. El caso es que vivo en un bulle bulle que me deja el día suspirando, con un rum rum en el estómago y con ganas de pipas. Es la segunda noche que devoro un cuenco de pipas, en un pis-pás, en Babia, pensando en no se qué, que al principio parece muy importante, pero que a la mínima se va a los cerros de Úbeda o a hacer puñetas. Después  se me queda cara de boba y la boca seca como un bacalao. Si lo pienso, lo que creo que me pasa es que tengo ganas de invento. De inventarme historias, de escribir esas historias u otras, esas que me cuentas tú, las que me imagino detrás de las fotos de mi amigo Pierre, de las conversaciones disparatadas que a veces tengo con Alfonso, mirando la gente desde un banco en Central Park o escuchando trocitos de conversaciones en la cola de Carrefour. De aprender cosas, desde la microbiota, a cómo limpiar los desagües, las letras de las canciones de las que solo sé el estribillo, los pasos que me faltan para bailar swing, hablar inglés requetebién, para contarle mis cosas a Jim, y coger todo el sentido de las letras de Joni Mitchel, los musicales de Sondheim, ir al cine y saborear los diálogos de ‘Manhattan’ sin que suene a guanchi guanchi, y no perderme ni una coma, ni un parpadeo, de Emily Dickinson. Vestir ropa vieja y pintar garabatos, paredes, azulejos, monigotes, muebles, musarañas. Coser trapos. Darle vueltas al barro en el torno, ponerme perdida y disfrutar como un guarrino. De plantar bulbos de primavera, hacer acodos, esquejes, soñar el jardín, oler ya el azahar que llegará en primavera. De recortar y pegar, hacer collages, con los recuerdos. De diseñar un viaje acurrucada en el sofá, sin poder evitar que se me muevan los pies. De pasear cada día después de comer y saber encontrar espárragos y setas de las buenas. A todo eso sabe mi enero, y con tanto propósito y tantas ganas sueltas, solo me queda ordenarme, apuntarme, estrenarme, rellenarme, con buena letra, para que cada página de la agenda, cada día de este nuevo año que comienza, dé gusto mirarlo a la cara, cuando acabe.