Estoy acostumbrada a recorrer la comisaría de mi ciudad. Muchísimos años de abogada de turno de oficio, de asistir a detenidos, a mujeres víctimas de violencia de género… y aún me disgusta oír mis pasos por los pasillos, tan largos, por las escaleras, sombrías, sintiendo una incomodidad húmeda que se te pega a la camisa como el sudor y el desasosiego. Después doblas las esquinas, como la mañana, y empieza la realidad del otro, del que te espera con la cabeza entre las manos, de la que mira sin mirar, ausente de sí, queriendo ausentarse de sí, del momento, del lugar, de la vida que le ha tocado. Del hombre que la ha tocado. Insultado, gritado, humillado. Del que le da miedo. Y, a la vez, se mira las dudas, que le salen, que le crecen por todos lados, piel muerta, caspa, pellejitos de las cutículas. Las mira y se mira sin creerse tampoco ella. El cómo ha llegado aquí. El que la llevó a ese hueco que tiene en la boca del estómago. Tan profundo como un pozo. Y donde también quisiera hundirse más, encerrada, convertida en madriguera, donde no tener que ver a nadie, no contar para no oírse, para no revivir el horror, y dormir. Dormir por fin, mucho tiempo. Descansar sin sobresalto, sin taquicardia en medio de la noche, esperando que se haga la luz, que amanezca y la rutina lo enmascare todo. Leo en el periódico que una empleada de un centro de salud detectó una víctima de violencia porque ella doblo el pulgar y después lo escondió cerrando el puño. Interpretó el gesto de auxilio. Un sábado en el mercado, vi un agarre de la manga, unos ojos airados, los otros cabizbajos. Vi cómo controlaba las conversaciones con los clientes, cómo cortaba las sonrisas de cuajo, cómo la relegaba a la parte de atrás del puesto. Después de ese día, el carmín había desaparecido, las flores en el sombrero también, sustituidas por un pelo recogido, austero y rígido. Como su sombra. Bajo los billetes que pagaban mi compra iba mi tarjeta. Escribí antes: «Llama si necesitas ayuda». Los dedos se rozaron mientras metía la mercancía en las bolsas. Le levanté la cara cogiéndole la barbilla y le dije, muy bajito, «guapa». Quise arroparla con mi sonrisa, transmitirle confianza, fuerza, impulso, calor. Y llamó. Ayer caminamos juntas hacia la Policía, intentando que no castañeasen los dientes. Hacía frío. La agente tenía un radiador eléctrico a sus pies, trabajos manuales de sus hijos colgados en las paredes y fotografía de una pareja mayor riendo. Ilustraba un cartel que decía que esa era la imagen de años de maltrato y vergüenza. «A violencia domestica e crime. Vocé não esta sozinha. Denuncie». A la salida, los ojos húmedos. No nos dijimos mucho. Me volví para verla alejarse. No llevaba abrigo. Andaba despacio, mirando las casas, las naranjas de los árboles de la calle, un pájaro. Como si fuera la primera vez. Me pareció que sonreía.