El renqueante verano sigue aportándonos situaciones de extremo o ridículo surrealismo. Desde el monumental cabreo que nos pillamos en Extremadura, la no oficial, por la ampliación del aeropuerto del Prat, en Barcelona, en detrimento de nuestro desarrollo -¿Cataluña nos roba?- y ahondando en la herida para que sigamos viajando en diligencia -después de todo estamos en el oeste- hasta la Ricarda, una finca propiedad de la millonaria burguesía catalana y protegida medioambientalmente que puede impedir dicha ampliación. No consuela, porque la pasta de esa inversión iría a otra parte, pero no a nosotros, como siempre. Ya familiarizados con los fondos europeos y la Ricarda, descubrimos que, tras realizar un máster acelerado en epidemiología, vacunología, virología y salud pública, algo de lo que todos hemos opinado ex cátedra, como el Papa (por cierto, viniéndose arriba y diciendo que en España tenemos un problema de reconciliación y que hay que abordar el diálogo con el soberanismo catalán de manera más decidida, demostrando o que está influido por los prelados separatistas o que, en la línea de su gen argentino, es capaz de vender hielo a los esquimales), Afganistán ha pasado a ser el principal problema de nuestra agenda existencial. Cómo hablamos de ese país, con qué autoridad, con cuánto conocimiento, es que da gloria bendita escuchar a tertulianos de emisora, televisión o bar sobre relaciones internacionales. Parece mentira que tanto saber no sirva para despertar de esta maldita pesadilla de mentira, demagogia y atolondramiento a donde la dirigencia más ineficaz de nuestra historia nos ha conducido. En su último libro, Volver a dónde, Muñoz Molina, fina escritura, pero habitual sesgo ideológico, indica que «el mundo de después es una mala copia del mundo de antes» y que sigue «habitado por adictos al ruido». El colmo del disparate patrio y regional es el circo de tres pistas, absurdo y plano, que adormilados, pagamos por asistir. En una pista, ahora que nos hemos vuelto alternativos, animalistas, ecologistas y paisajistas (la Ricarda ayuda) y ya no tenemos animales, entretenemos a la masa, con el espectáculo de la nada, la diversión del famoseo cutre y el mitineo romo, en una especie de aquelarre donde sacrifican al que osa disentir. O sea, que respetamos al animal, pero no al prójimo. En la otra pista, están los malabares, el trapecio, los funambulistas, en fin, todos los que, moviéndose mucho y haciendo piruetas, nos mantienen con la mirada hacia arriba y no al frente, evitando así que nos fijemos en que los falsos artistas nunca se atreven sin red. Ya en la última pista, no digo yo que estén los payasos, por respeto a la profesión, pero sí todos esos que maldita la gracia que nos hacen con sus chistes malos y sus monólogos insufribles. Y es que la confusión siempre nos lleva o al agujero o a la grada y, en ambos casos, la mente ocupada para no caer en la tentación de pensar.