Llegué a la comida cuando ya las mesas estaban medio ocupadas. Elegí una cerca de la ventana, siempre buscando la luz. Solo un hueco libre. Nos presentamos con el nombre de pila y la conversación comenzó con lo difícil que es circular por Madrid. Puse el móvil en silencio y al guardarlo en el bolso, vi, de reojo, que Extremadura había ganado el contencioso en el pleito del cava. Una mariposa blanca había pasado tras el cristal. Llevan siempre una buena noticia entre las alas. Extendí la servilleta sobre el regazo, una sonrisa y la noticia sobre el mantel. Hubo un silencio. Quien estaba enfrente murmuró, con el rictus fruncido y dirigiéndose al de su derecha, «no sabía que se pretendiera hacer cava allí». Y fue entonces cuando me fijé en su acento. Y en el lazo amarillo prendido en la solapa. Me tome un segundo para beber y, buscándole la mirada, le dije que ya hacía tiempo que se producía y cada vez con más éxito. Otro silencio y la constancia de que, yo que a mi edad, difícilmente discuto, salvo con quien me interesa, debía prepararme para una comida de conversación insustancial, aliñada de esas pausas incómodas que se traducen en desacuerdo. Los ojos de los otros gruñían. En catalán. Decliné el postre y el café me lo tomé, sola, tan ricamente, en el Gijón. Saboreándolo como si fuera nuestro mejor cava. Meses después coincidimos en una cena. Lo vi de lejos. Creo que era la misma chaqueta gris, camisa sin corbata, y también el mismo lazo en el ojal. Los asientos de los lados no se ocuparon, delante suya dos asientos también vacíos. La conversaciones se escoraban en dirección contraria. El empezó a comer sin esperar, con el gesto soberbio de quien a nadie necesita. Me senté a su lado. Hubo incluso quien creyó necesario acudir en mi ayuda, señalándome una silla alejada, «ven, aquí hay una libre». Le pregunté donde vivía. Le dije que al leer como Pla describía el Ampurdan, uno parece sentir sus colinas, suaves, y su horizonte confundido en el mar. La «ameneidad» del paisaje. Sus hombros se destensaron ostensiblemente, la comisura de sus labios se alzó de medio lado, como un guiño. Le dije, cuéntamelo. Y, si te parece, te contaré yo, después, de mis encinas, y de las cigüeñas y de la niebla en la dehesa . Acabamos, ya de noche, con un gin tonic en la mano, hablando, riéndonos con el sentido del humor, de vez en cuando triste, de Rusiñol, comentando el concierto de Pau Casals en La Casa Blanca, las calles de Cáceres en invierno, el Monasterio de Yuste, la Raia llena de espera y de esperanza. Tenemos que repetirlo, me dijo, la próxima vez tráete una botella de cava.