Isabel Gamito Alonso tenía solo 7 años, pero en su memoria se mantienen intactos los recuerdos de la trágica madrugada del 6 de noviembre de 1997, que marcó un antes y un después en Badajoz y también en la vida de su familia. Esa noche no se encontraba bien y se fue pronto a la cama. Su madre, Maribel Alonso, se quedó viendo en la televisión un partido de fútbol con su hermano Víctor. Vivían en un edificio de tres plantas de la calle Santo Cristo de la Paz, junto al arroyo Rivillas. Desde su ventana se veía la plaza de toros. No paraba de llover. 

A medianoche, un vecino llamó al telefonillo para advertirles de que el agua tapaba ya las ruedas de su vehículo, aparcado junto a su bloque. Era una curva y en la zona se formaba una gran balsa cuando llovía. Movieron el coche y no le dieron más importancia. Solo unas horas después el mismo vecino golpeaba su puerta para que salieran de casa: el agua llegaba ya hasta los buzones del portal. La gente corría, gritaba y en su mente se quedaron grabados los gimoteos de un perro que se ahogaba en el patio del bajo de su edificio. «Fue una locura», recuerda Isabel. Bajaron a la calle con lo puesto y no tenían dónde ir: el resto de la familia vivían al otro lado del arroyo. Ya no se podía cruzar. De nuevo su vecino salió en su auxilio y se fueron a casa de unos familiares en San Roque. «Mi padre nos estuvo buscando como un loco, no sabía dónde estábamos, no podíamos contactar con él», cuenta Isabel.

Llevaban apenas 5 años en su piso de Santo Cristo de la Paz. Todo lo que tenían estaba dentro. «Mi madre decía, ¡ay, mis perritas!». Afortunadamente, al estar en la tercera planta, el agua no se llevó sus pertenencias, aunque sí sus ilusiones. Esa era la casa en la que habían decidido formar su hogar y no podrían seguir viviendo allí; el bloque fue uno de los que se derribó por encontrarse en zona inundable. Se lo comunicaron por carta.

Tuvieron que entregar su casa para ser realojados. Eligieron La Granadilla. Estrenaron su nueva vivienda en enero del 2000. «Yo era pequeña y me adapté bien, seguía yendo a mi colegio, el Juventud, en autobús, pero mi madre estuvo muchos meses llorando, decía que estábamos en mitad del campo». No había servicios ni tiendas y solo conocían a los tres vecinos de su bloque de Santo Cristo de la Paz. La nueva casa era más grande, «pero no era nuestro piso». La adaptación fue difícil. De hecho, su madre estuvo mucho tiempo pensando que su estancia en su nuevo barrio sería temporal. «A día de hoy estamos muy contentos en La Granadilla y no nos mudaríamos», asegura Isabel, que es secretaria de la asociación vecinal. Los 770 vecinos que viven en el barrio echan de menos más atención por parte de las administraciones, pero están dispuestos a seguir luchando para que se los trate como merece.

Isabel y su familia, como otras cientos, se vieron obligadas a empezar de cero tras la riada. Nunca van a olvidar lo que ocurrió, pero han sido capaces de superar la adversidad y mirar al futuro con optimismo.