Las golondrinas aquí se llaman andorinhas. Y su apelativo parece el pronombre de la «lembranza». Leer el periódico es deshojar los ánimos. Las depresiones y los suicidios y los negocios cerrados y las colas de alimentos..., y la esperanza se te cae de las manos, como las páginas, desarboladas, antes casi de estrenarse. Ni siquiera retenidas por el titular, letras sueltas, desprendidas de la tecla donde fueron concebidas. Entonces una se dedica a soñar y a planear el después, el horizonte limpio de desorden. Limpio. Más allá de la Navidad, más allá de la Semana Santa, nos resignamos a un también más allá del verano. Y más allá se despliegan los tiempos verbales llenos de deseo. Conjugamos las dudas, los anhelos, que se alzan sobre nuestras cabezas, planeando, un ascenso sin motor, que nos da respiro. Vivimos ambivalentemente, como un Géminis que atiende a dos dueños. Vivir el presente, exprimir el día, porque no sabemos si habrá otro. En eso parece empeñarse esta pandemia, en enseñarnos el «ya». Y a la vez, pronunciamos la espera en voz alta, como un ojalá, tan cierto, que se hace real, se hace presente, se hace oxígeno y resistencia . La diferencia darwiniana marca fronteras, los animales a un lado y los humanos al otro, porque los deseos, el visualizar el futuro, el soportar o condicionar nuestro hoy a lo que vendrá, solo se produce con la evolución. Nuestro perro Papajote es feliz. Corre, come, duerme y se tira al suelo para recibir caricias, pero no sabe del día siguiente salvo cuando llega. Papajote vive en el indicativo. La diferencia también es cultural, nacional, idiomática, económica, religiosa. Cada afán es vocalizado por los latinos, los mediterráneos, los emigrantes, los creyentes ..., llenándose la boca de mañana. Expresiones aladas. Habla el que no tiene, el que necesita, el que ahorra, junta, construye y sus expresiones de un porvenir nacen en su boca hechas ya tejado. Un horizonte que solo es hipotético, donde sus hijos crezcan, trabajen, se sostengan, sin penurias, es su guía. Y siendo irreal, siendo apenas un quizá, se vive como cierto, porque si no las fuerzas flaquean. El subjuntivo es un tiempo con alma. Es promesa. Alivio. Es el sostén de los enfermos, de los que sufren, de los que duermen con el duelo como único compañero, de los que creen en el Paraíso. Por eso, en este tiempo sin tiempo, aunque nos receten el instante para sobrevivir, nuestro instinto nos hace arroparnos con el subjuntivo, con una taza de té calentito, mirando por encima de las copas de los árboles, viendo las golondrinas anidar como cada año. Recordando que, como decía R. Browning, «un hombre debe alcanzar lo trascendente o para qué sirve el Cielo».