Desde la revolución francesa, el imaginario colectivo del mundo civilizado asumió el concepto del pueblo o la gente y, así, siguieron revoluciones, golpes de estado, guerras civiles y carnicerías que desvirtuaron los términos y sus pretensiones como el famoso «todo para el pueblo, pero sin el pueblo», el despotismo ilustrado evolucionado, los intelectuales de salón, los eruditos a la violeta, el periodismo falsario y el nepotismo descarado. La historia no ha perfeccionado las democracias porque han sido las democracias las que, en nombre de valores sagrados, han alumbrado personas y grupos que las han manoseado, distorsionado y casi evaporado hasta el punto de que hoy nos encontramos narcotizados frente a una realidad de mentiras y disimulos. Hace 25 años los hermanos Coen estrenaron la película ‘Fargo’ que, a pesar de su extraordinaria narrativa audiovisual, comienza con dos mentirijillas: ni lo que se cuenta está basado en hechos reales, como se asegura al principio de la cinta, ni ocurren en la ciudad de Fargo sino en Brainerd, a varios kilómetros, pero sus creadores pensaron que Fargo sonaba mejor para el título. Esta historia me ha llevado a las aldeas Potemkin. El ministro ruso Grigory Potemkin era, también, amante de la emperatriz Catalina II. Para impresionarla por su viaje a Crimea, hizo construir hermosos pueblos que se convertían en portátiles según la conveniencia del manipulador amante. Hay un extraño gen en la personalidad humana de unos pocos -llámesele ego, narcisismo, soberbia, ambición de poder o, sencillamente, supervivencia, aunque algunos lo tacharían de desarrollo personal como cínico eufemismo- que surge con una rotundidad y vileza que da miedo por las derivas, negativas, a las que conduce a los muchos, siempre, como digo, una población narcotizada y sometida, aunque no lo sepa o lo niegue. Ha pasado en el mundo, está sucediendo en la Europa actual y en la España en descomposición en la que nos encontramos es donde se observan más ejemplos de estas prácticas de hipocresía, manipulación y farsa. Pero somos el pueblo, el que madruga y trabaja, el que sufre y paga las facturas, el que no pisa moqueta ni va en coche oficial, el que jamás tendrá sueldo vitalicio ni traiciona sus propios principios. No necesitamos provocar incendios, lanzar soflamas o lanzar fuegos de artificio para cambiar el mundo y, como canta Patti Smith en su poética ‘People have the power’ : «…el pueblo tiene el poder de redimir la obra de los necios».