Salir de casa con pascua florida y andar y andar en busca de la flor, y del perfume, de los días. Con el hastío del tiempo perdido, atrás, haciéndose cada vez más pequeñito en el retrovisor, hasta perderse de vista. Con la búsqueda como rumbo. Y como equipaje, que deja las mejillas tirantes, los ojos abiertos, las comisuras hacia arriba. Insufla aire en los pulmones, y carburante en el vehículo, raudo, y, a la vez, ensimismado en cada kilómetro. La búsqueda como bandera. Transitada por pasos que aprenden y desandan y tuercen el camino, y lo enderezan una y otra vez, sin vergüenza, ensayando la diferencia.

Tararea una canción, antigua como lo son los viajes, y al encender la radio, la boca se abre tanto como el asombro de encontrase de bruces con la misma melodía, como si el cerebro hubiera intuido, o las ondas se hubieran sincronizado con su voz. Pensó, por un instante, que quizá le estuviesen indicando la dirección a seguir, dejarse llevar, o elegir una de las carreteras secundarias que se abren, como una promesa, un después, del cambio de rasante, más allá de lo previsto. «Con nevoeiro modere a velocidades. Seja prudente». El sol y ella se rieron en su cara. Pasó un águila, remontando el vuelo, rápida. La emisora ya no se sintonizaba, y solo emitía gruñidos lejanos. El tiempo pareció quedarse en suspenso. Apenas dejó tregua para un oh. Ni para nada que no fuera frenar, arrancarse las gafas oscuras, encender los faros, y andar despacito, como si las ruedas fueran de puntillas, temiendo despertar a quien se escondía detrás de esa espesura, negra, suspendida como una lluvia de mentirijilla. Conducir a tientas.

Entrando en un túnel y a la vez en aquel armario lleno de abrigos de piel. Asiendo el volante como si fuera la mano de su hermano, pasando, sin miedo, al otro lado. Atisbar al fondo, la luz, el día, el olor a jara. Y salir. A Narnia. A cualquier Narnia, o mundo aparte, o espacio paralelo, o cuento que no es cuento o que sí o que lo parece. Detener el coche en el arcén para recuperar el aliento, y ver de repente el océano a sus pies. Sentir el azul después de más de un año de invierno. Las horas plateadas pellizcando de sal su piel.

En el asiento de atrás el aire revuelve las páginas del libro. «El jardín de senderos que se bifurcan». Una gaviota se posa sobre el capó. De perfil le dice, bienvenida a casa.