Una encina es estar en casa. Verlas en el horizonte es saber que te acercas. Que llegas. Y la tierra ya te tutea. Con ese acento cantarín y a la vez un poco áspero que tenemos por aquí. Sus ramas se despliegan con instinto de protección. La recorro con las palmas abiertas, o con un dedo que pregunta. Y al hacerlo los ojos se cierran y el olfato se agudiza. No me pregunten por qué, pero acaricio a oscuras. Por dentro. O hacia dentro. Ciega le busco los nudos, los rodeo, como si me la supiera de memoria. Y aun sin conocernos, se deja. Y me dejo. Aunque necesite el solito de estos días, y ver mi sombra en la hierba, guiñar los ojos a la luz y sentir que la piel pica, tirante en los pómulos, me quedo a su vera, debajo de sus brazos. Quiebro un espárrago ya espigado, la garganta se llena de tierno amargor y los dedos de olor a limpio. Se oye zumbar a las abejas, cigüeñas en cada poste, y un águila ratonera haciendo círculos en azul . Ese azul Zurbarán. Ese matiz que se declina para las Vírgenes y las mañanas de primavera. La luz inmaculada de un marzo en Extremadura. Un punto en su modo justo de exclamación. Este mes que suena a frío, aún, a viento esquinado, lo pronunciamos como si fuera abril, dejando la lengua tras los dientes para prolongar la L en un casi sí. Los regatos bajan colmados, como nos deja su sonido. El cantueso malvea las laderas, sin importarle si la palabra existe. Es apasionante descubrir palabras nuevas o antiguas, o usadas de otra forma en otros sitios. De chica abría el María Moliner, al azar, y allí donde tocaba me encontraba con “Orate “o con “gaznapiro“ y al rato, como una cantinela, formaba oraciones donde encajaban o lo hacían con calzador, como si fuera parte de esos Dictados del colegio, sin mucho sentido. A veces se quedaban conmigo para siempre. Serenamente, respirar, y sentir en todo el cuerpo el vocablo que ya existe, la «ataraxia» que muchos otros sintieron quizá también debajo de un árbol que les diera paz y cobijo. A veces nuestro idioma no nos alcanza y descubrimos en otros, vocablos generosos, amplios . Aprendí un día a llamar «komorebi», a la luz del sol que se cuela entre las hojas de los árboles. Ahora se lo cuento a esta encina, que lo pronuncia también conmigo, meciéndose, discretamente, sin revuelo. Y así nos quedamos las dos, komorebiando. Detenidas, como este tiempo sin tiempo.