La autocensura es la peor de las censuras. En el periodismo no son tan evidentes las consignas de arriba como las que, en función de su estado de ánimo, ideología, formación u honestidad, se da uno a sí mismo. Me gustaría escribir sobre la vacunación y sus desastres, hasta el punto de causar hastío, confusión y desconfianza en una población que no acaba de ver siquiera un destello de luz al final del túnel. Me gustaría escribir sobre el 8M y los feminismos exultantes y excluyentes y aprovechar para recordar y reivindicar la figura de millones de mujeres, como mi madre o mi hermana, que dedicaron toda su vida a ser mujeres en circunstancias mucho más difíciles que las actuales y de las que aprendimos valores como el trabajo, el esfuerzo, la libertad, la igualdad, el respeto o la educación, entre tantos que fuimos adquiriendo mientras crecíamos como personas y ciudadanos. Me gustaría escribir sobre la justa reivindicación del cementerio musulmán en Badajoz y algunas actitudes y reacciones sorprendentes. El imán tiene todo el derecho a estar enojado, pero no acabo de entender ni su tono ni cómo es posible que personas defensoras de ideologías que rechazan cualquier religión o, directamente persiguen, por ejemplo, a los cristianos, den un paso adelante para defender posturas con una intensidad que no muestran, precisamente, cuando se trata de la cristiandad y sus derechos, que también son muchos. Me gustaría escribir sobre el año que llevamos de muertes, contagios, desempleo, pobreza, restricciones, falta de libertades, abuso de poder, soledad y fatiga pandémica. Pero no, la autocensura puede conmigo y me callo, renuncio a mi libertad de expresión por miedo a la censura pública, al insulto colectivo y al revolcón en el estercolero de las redes sociales. Y me refugio, mientras suenan los Rolling Stones con Honky tonk women, en los bares de las canciones que siguen expresando nuestro sentir. Desde Estopa con Partiendo la pana a Sabina dándole las diez y las once y las doce y las que sean, desde Siniestro Total pidiendo la cuenta a Maná clavado en un bar, desde los Hombres G invitándonos a visitar su bar al eterno Aute y nuestra cita de las cuatro y diez. Y por supuesto, a Gabinete Caligari: «Los bares, qué lugares/ tan gratos para conversar./ No hay como el calor/ del amor en un bar». Hemos necesitado una pesadilla para comprobar que en ellos vivimos vidas irrepetibles.