Cada uno en su casa y dios en la de todos. Bien pudiera ese dios que conoce todo lo que se hace y se dice de puertas adentro chivarse de vez en cuando y dar la voz de alarma. En un mundo globalizado que nos permite saber qué ocurre en la otra punta del globo terráqueo de forma instantánea, acontecen todos los días sucesos al otro lado del tabique de nuestra casa que ni siquiera podríamos sospechar. Varios hechos han tenido lugar los últimos días en Badajoz que demuestran lo aislados que podemos llegar a vivir unos de otros cuando apenas nos separa una ventana de la fachada.

La calle Marqués de Casas de Cagigal se encuentra en la zona antigua del Cerro de Reyes, donde casi todas las viviendas son casas bajas, como la de los pueblos, y la mayoría llevan ocupadas años, décadas, por la misma familia, como en los pueblos. Lo normal es que se conozcan todos, que todos sepan la vida y milagros de todos, para lo malo y sobre todo para lo bueno, como en los pueblos. El martes pasado se derrumbó parte de una terraza y una anciana falleció. Ninguno de los vecinos con los que hablé, y al menos fueron diez, sabía el nombre de la mujer. Francisca, no es difícil de recordar y seguro además que tenía un apodo, como en los pueblos. Sí sabían que vivía con sus dos hijos y que la vivienda estaba llena de trastes. Esa situación era difícil de ocultar, porque el olor que desprende un lugar donde vive alguien con síndrome de Diógenes es nauseabundo y reconocible. Los vecinos de enfrente, cuya casa tiene dos alturas y una terraza, podían ver perfectamente cómo se acumulaban enseres, basuras y objetos aparentemente inservibles procedentes de contenedores en la terraza de la vivienda afectada, que se vino abajo posiblemente por el peso, unido a defectos de la estructura. Todos veían a los hijos ir y venir, entrar y salir, y sabían que dentro vivía una mujer, octogenaria. Hace unos meses la vieron en la calle, sus hijos la llevaron a la peluquería a cortarle el pelo. Una vecina que vive unas casas más arriba entró en la vivienda un par de años atrás. Vio las telarañas cubriendo los rincones y percibió el mal estado higiénico en el que se encontraba la anciana. Según contaron los bomberos tras la tragedia, la basura, los electrodomésticos inservibles, los juguetes de segunda mano, los plásticos y las maletas llenaban todas las estancias: pasillos, aseo y hasta encima de las camas. Una anciana y sus dos hijos sobrevivían en este lugar, ahora clausurado por el riesgo de nuevos derrumbes.

Pocos días antes, en la calle Arcoagüero, fallecía un vecino septuagenario. Vivía con su hermano, menor que él, con discapacidad intelectual. Cuando la policía llegó alertada por el fallecimiento, que fue natural, descubrió la vivienda cubierta de basura. Otro síndrome de Diógenes cuya existencia no podía ser desconocida por sus vecinos, porque el hedor no deja lugar a dudas y porque el trasiego de la recogida siempre delata el destino. Estos dos casos han salido a la luz porque ha habido dos fallecimientos. Ambos trágicos. Nadie puede desear vivir los últimos días, meses, años de su vida en un lugar colmado de desperdicios salvo que sufra algún trastorno. Que ningún vecino dé la voz de alarma, que nadie acuda en su ayuda, que no lo saque del abandono y de la miseria es realmente triste. Cuántas personas pueden estar en esta misma situación, cuántas puertas sin abrir, cuántas casas convertidas en basureros que no reúnen las mínimas condiciones de habitabilidad y cuyo olor echa para atrás desde la rendija de las puertas, que no se abren del todo, para no descubrir lo que hay dentro.