Mi amor es una fiebre que incesante ansía». Aunque a veces solo es eso, un calor que sube, físico, sin un pobre sentimiento o un verso que echarse a la boca, para enjugarlo. Un virus real, impertinente, inoportuno siempre, que encuentra hueco por donde entrar, la debilidad, la guardia baja. Y se instala dentro, y lo imaginamos parásito de nuestras horas. Nos roba la fuerza y nos salva, a la vez, del abismo, porque, simbióticos, combatimos juntos la infección.

Los músculos están doloridos, con esa contradictoria sensación que deja el esfuerzo sobre el cuerpo. Como la secuela del ejercicio físico desaconstrumbrado. Agujetas temblorosas que no se alivian al estirar los brazos, las piernas que en un espasmo se recogen, se doblan, buscan ser ovillo y desdibujarse en un tiempo olvidado de sí mismo. Las tardes se alargan, inconscientes, sedientas, como la memoria de un borracho, dejando en las sábanas un olor a sudor y a penicilina. Mientras, a manzanilla, la luz siempre en vigilia en la mesilla, la toalla húmeda sobre la frente, el libro desconcertado en su abandono. Y el abandono. Esa dulce desidia que se desliza desde las sienes, bajo las axilas, recorriendo los costados, buscando el lado fresco de la cama. Esa blanda pereza que sigue al dolor, ya apaciguado, y nos hunde bajo las mantas, casi disfrutando del escalofrío. Cerramos los ojos en un suspiro que alza el embozo, asiendo el borde, dudando por un instante si será posible soltar las riendas, las amarras, tanto afán, y como en un descuido, suave, sin ruido, dejarse ir.

Los cristales están empañados, la calefacción ronronea, alguien prepara una sopa y el vaho, sin olor, sin sabor, tiembla en la bandeja que se aproxima, deslizándose en voz baja por la garganta. Los almohadones se colocan; se alisa, se ordena la cama y, sorbo a sorbo, el pensamiento. Llegan otras fiebres a la memoria: La del soneto de Shakespeare, la que Gelman deposita como una gota condensada en el ombligo de su amada, la que en el fandango quema porque querer da calentura, la Fever que a Peggy Lee le subía cuando la besaban. Bendita fiebre. Se airea la habitación, se mudan las sabanas, la ducha fresca limpia la mañana.