Érase una vez una niña que vivía en un pueblo de Sierra Mágina. Muchos años después, recordaría con total claridad, cómo jugaba en la calle y con una mano sobre los ojos vio un hombre avanzando solo, lento, con el abrigo sobre los hombros. Habían pasado unos meses del final de la guerra. De repente el día se abrió con el grito de las vecinas llamando a su madre.

No sabe si ella tiró lo que tenía entre las manos o se le cayó. Si cerró sus ojos verdes para agradecer a Dios que estuviera vivo o si solo corrió con los brazos abiertos, hasta alcanzarlo y abrazarse. Sentirse aupada por su padre le hace llorar de felicidad aún hoy. Era una calle que en un extremo llegaba a la plaza y hacía esquina con la iglesia y por otro daba al soto, a las pilas, las huertas y el comienzo de la sierra. Que la recorrían las señoras con velo y guantes de cabritilla los domingos y fiestas de guardar y los niños la correteaban para escapar entre los árboles, desollándose las rodillas, en busca de aventuras. Las horas no las marca el reloj, sino la rutina: La gente canta coplas mientras barre su puerta, orea las sábanas o encala la pared. Llega el lechero que ordeñaba en cada puerta. Chisporrotean en aceite los picatostes del desayuno.

Antes de ir al colegio se hacen trenzas muy requete derechas y los tirones duelen y protestan. Las niñas juegan a la comba mientras una sujeta la cabra para que no se escape. Las mujeres buscan el sol arrastrando sus sillas bajas de enea, para coser juntas y comentar que, fuera, en el mundo hay otra guerra. La borriquilla sabe el camino desde el olivar y toca con el hocico la puerta para avisar de que ha llegado a casa. Dos hermanas rezan, muy tiesas delante de la ermita. Las madres llaman para cenar y solo con pescozones entran los niños, siempre tarde, para lavarse las manos y sentarse a la mesa. La noche cae alrededor de la radio. El búho chico, en el balcón delante de la alcoba, da las buenas noches. Todo lo ve una niña con ojos siempre alegres, desde el escalón de la casa grande del maestro de música. Sin saber que mucho tiempo después lo recordaría todo, con ochenta y algunos años de ojos igualmente alegres, y que su hija lo contaría en una columna, soñando con su Macondo.