La playa es el lugar más terrorífico que existe. No hay lugar más tenebroso, inhumano e infernal que la playa. Cualquier playa. Aunque las playas españolas, fundamentalmente las del sur, son las que mejor definen esa sensación de pánico y terror tan singular, tan propio y tan identitario que seduce, y de qué manera, a cuantos convierten a la playa en idolátrico tótem de sus vacaciones veraniegas. Y no, no es, por las banderas que ondean, ni por la temperatura de sus aguas, la suavidad de su arena, el juego de sus olas, la calidad de sus instalaciones o el poderío de sus chiringuitos. No. A la playa la hace terrorífica el bañisto y la bañista (guiño progre y seudointelectual donde los haya).

El visitante de la playa, no todos bañistas, porque no se bañan (pasean y pasean como posesos por la orilla con la camisa puesta y las chanclas en la mano porque alguien les dijo una vez que es bueno caminar por allí; el que lee el periódico y no sale de la sombrilla ni para saludar al vecino; o el que se pone cara al público, pretendiendo lucir palmito), pero casi todos en bañador (léase meyba, paquetero, pirata, braga brasileña, tanga, biquini, biquini de cuerda, de cuello alto, triquini, premamá o tres cuartos) concibe el litoral, más allá de sus apetencias gastronómicas (la sandía, los filetes empanados, la tortilla, el quinto de cerveza ya calentorra, cruzcampo, por supuesto, el tinto, el yogur diluido, la bolsa de patatas y las perrunillas para el café porque las boliñas están en decadencia y las palmeras traen el chocolate derretido), deportivas (palas, vóley, esencialmente echarle arena a los demás), sociales (sacarle punta a los gordos sin complejos, abuelas cuidadoras, padres separados, solteras inaccesibles y extranjeros achicharrados), o sexuales (tías buenas, tíos de abdominales pronunciados, maduras interesantes, viejos con dinero y matices que mi educación no me permite reproducir) como vertedero de frustraciones u osadías que convierten al estadista en ligón sin escrúpulos, al macarra en chulo de playa y al ciudadano normal en campeón de la ordinariez.

La playa, entonces, deja de ser un paraíso y aparece ante nosotros como una guerra mundial zombi donde solo podemos ser felices si nos dejamos inocular el veneno de la estulticia. Por eso la gente seria, la gente de bien, nos quedamos abrevando en el casco antiguo de Badajoz, donde soportamos con entereza el calor y ocultamos nuestras lorzas con dignidad. Por eso y porque nadie nos invita a la playa, que todo hay que decirlo.