TCton el buen tiempo, la amable y aseada gente hacía limpieza. Era como un zafarrancho de combate, el ejército pertrechado de brochas, trapos y plumeros. Además de limpiar, los días se pasaban divertidos entre bromas y chascarrillos. Con frecuencia, las vecinas apoyaban las limpiezas ajenas poniéndose a disposición unas de otras y eso animaba el trabajo adornándolo con aires festivos. La una experta en arrancar el polvo en los más recónditos lugares, la otra un genio del jabón y la bayeta, cada quien aportaba su erudición y todo se hacía rápida y eficazmente.

Con la llegada de los artilugios electrónicos y materiales sintéticos autolimpiables la limpieza general ha caído en desuso. Nadie pone patas arriba la casa ni blanquea las paredes ni desaloja el desván o da vuelta a los colchones. La ropa de invierno, que era sacudida con fuerza antes de envolverla primorosamente entre bolas de naftalina, hoy, o la tiras porque es de usar y tirar o permanece colgada en los armarios, compartiendo sitio abrigos de lana y biquinis de colores. Y, sin embargo, este final de primavera revuelta ha traído de la mano la moda de las limpiezas. Parece que vuelven con fuerza inesperada. Porque no pasa un día sin que los medios y los personajillos públicos hagan mención a lo que ocultan las alfombras, lo que encierran algunos cajones y lo higiénico de la ventilación. Incluso hay quien menciona haber visto a funcionarios y cargos públicos en funciones llevando paquetes de basura a los contenedores, en plena faena de limpieza. Desconfíen. Porque a estas alturas muchos no saben todavía si van o vienen, y aún se preguntan si mejor tirar los trastos viejos o guardar papeles amarillos, así que, ni siquiera ventilan. Dice el CIS que la mala imagen de los políticos ha alcanzado su récord histórico a quien solo sobrepasa la preocupación por el paro y la crisis. No es extraño. Tengo la impresión de que no son eruditos ni en fregona. Están quietos, a verlas venir. Y mientras, la casa sin barrer.