Opinión | la frontera

En blanco

Tenía que haber traído un gorro de lana. Las orejas y la nariz están heladas, me lloran los ojos y las manos están encogidas en los bolsillos. En Extremadura es primavera, pica como el verano, dice mi madre. En la esquina, umbría, junto a la salida del agua para los bomberos, hay aún dos montones de nieve. Hace un sol que convierte todo en bonito. El azul es grande, alto, perfecto. Huele a ‘good morning’. Es un grupo de amigas que va al parque, caminando como solo aquí se hace, con un vaso de café permanentemente en la mano. El olor, cálido, se queda un ratito conmigo, después como un globo, se eleva, me lo roba el aire. Es domingo. Poner la mesa, cocinar despacio, desayunar sin prisa. Atarse las zapatillas y abrigarse, coger unas bolsas de lona para la compra y salir. El paseo hasta el mercado es un rito. Mirar. ¡Qué gusto da mirar!. Ver las mercancías: los ‘muffins’ preciosos, coronados por un glaseado con la forma y el olor de la primavera. Sirope de arce, salmón y langostas de Maine. Pan de semillas. Confitura ruibarbo. Bagels con sésamo crujiente. Los saquitos de muesli, con frutos secos, cúrcuma, pimienta verde, rosa y cardamomo, parecen una pintura puntillista. Acelgas de colores como ramos de flores. Ramos y ramos de flores, ramas de almendros, jacintos, narcisos y tulipanes. Manzanas de variedades antiguas que los agricultores jóvenes se empeñan en rescatar, con nombres tan evocadores como los perfumes. Conejitos hechos de retales que anticipan la pascua. Libretos de óperas. Porcelana china. Cucharillas de plata. Bisutería de los años 30 más cara que el oro y la plata. Libros y libros con dedicatoria puesta y olvido entre sus páginas. Botas de cowboy. Pañuelos bordados con las iniciales de una muerta. Cuadernos de baile con los nombres de los que nunca llegaron a ser nada más que la pareja que dura lo que duró una canción. Hay muchos perros, educadísimos y también abrigados. Tienen un parque cerca, con bancos bajo los árboles para que sus dueños les vean correr sobre el césped artificial, subirse a los toboganes, salpicar en los estanques, con estratégicos expendedores de papel cerca para secar sus patitas. Hay muchos niños. Debajo de una capota de plástico que les protege del viento o empaquetados en un mono casi espacial que les deja los brazos extendidos como si quisieran abarcarlo todo. Hay muchos viejos. Viejos, viejos que lucen sus más de noventa años con garbo y con foulares de color “tengo ganas de más “. Y, sorprendentemente, hay muchos, que, como hago ahora, están sentados, solo contemplando. Sonriendo ante la maravillosa y compleja diversidad, rendidos ante la belleza de la diferencia.