Opinión | la frontera

Y los sueños cine son

Cuando éramos pequeños seguíamos con fervor las retransmisiones de Eurovision. Saltábamos, aplaudíamos y nos enfadábamos con Francia que nunca nos daba 10 points. Como no soy aficionada a los deportes, solo he vuelto a vivir esa mezcla de nervios y de pasión, en la ceremonia de los Oscar. Era la época de escuchar en la radio a Carlos Pumares, gritando «obra maestra». Era la época de Garci. Aunque por entonces no me gustara el cine español, él sí. Siempre. Esa noche hacía mis apuestas conmigo misma, y, con pipas, regaliz rojo y zanahorias (ya se que suena extravagante, pero me gustan mas que las palomitas, que le vamos a hacer), esperaba que empezara el espectáculo. Con la misma emoción que cuando ruge el león de la Metro. No me fijaba demasiado en vestidos, ni en quien iba del brazo de quien. Solo en las pelis. En ver la cara, los gestos, o los discursos de quien dirigía, quien componía la música… era como tocarlos, saberlos reales. Habían salido de la pantalla grande para vivir, como en “La rosa púrpura del Cairo”; y yo podía escuchar bromear a Billy Cristal con el actor que había visto el sábado en el cine Menacho. Despojado de su disfraz de personaje, actuando como él mismo. El aparato de televisión era cuadrado y pesado, y estaba en una estantería por módulos, que mis padres habían comprado en Muebles Tallero. Con la luz apagada, y todos dormidos en casa, la habitación se llenaba de ese “polvo de estrellas”, de haces de luz, de magia, que me transportaban, llevándome desde mi casa a L.A., como a la nave extraterrestre en ‘Cocoon’. Había ohs, lágrimas de emoción, aplausos y alguna decepción pronunciada en voz alta. Aún hoy, tantos años después, cuando yo no soy la de antes, la noche de la entrega sigue atrayéndome como a una mariposa por la luz. Alegrándome por quienes, año tras año, alzan la estatuilla dando las gracias a su madre, o empujándolo, nos arengan para que persigamos nuestros sueños, porque los sueños se cumplen. Cae aguanieve. La gente se arrebuja en sus abrigos, levantando el brazo para parar a un taxi, que no se detiene. Mi restaurante favorito ha cerrado esta noche. A través del cristal del Diner veo hombres solos, que no miran hacia fuera, a la ciudad, bella, pese a todo, ni siquiera a la camarera que vuelve, con su jarra de café, a llenarles la taza. Ululan las sirenas de los bomberos y de las ambulancias, dejando un rastro de miedo. Pero, al fondo de la Avenida, se adivina un neón rosa. En letras grandes, la palabra Cinema, prometiendo refugio. Apresuro el paso . Nunca he sabido silbar. Así que me conformo con tararear ‘Rhapsody in Blue’, sonriendo.