Opinión | LA FRONTERA

Agradecimientos

Los libros de viejo toman el sol. Estos días de frío azul. Los cielos perfectos de Extremadura tan transparentes, dejan ver la discreta alegría de paseantes que se detienen para mirar. La luz. Los libros. La pausa. Aunque sea lunes. O precisamente por eso. Por comenzar, conscientemente, despacio la semana. Porque son viejos no esperan. Simplemente están. Se exponen, sin la soberbia que tienen algunos nuevecitos bajo el cartel de ‘novedades’, sabiéndose preciosos aunque sus tapas estén deslucidas de años en los escaparates. ¿Recuerdan verlos bajo plásticos color ámbar, soñar el sueño de los justos?. En aquellas librerías de la calle paralela a Gran Vía no se podían tocar. Los estudiantes de derecho, de medicina, hacíamos cola en septiembre, en tiendas, como la Felipa, que parecían oficinas, grises, con polvo, archivos de cartón y lápiz en la oreja. La antítesis de la librería, con mayúsculas de importancia y minúscula de abrigo. Esas otras que reconfortan en una calle de París, de Londres, como un café calentito, donde hay que auparse y buscar y deslizar el dedo por los lomos bonitos y sentarse a ojear y no tener prisa. O incluso en Nueva York donde esconderse de la ciudad cuando se vuelve demasiado distante o cuando nieva. A Madrid se va a los médicos, al teatro, a una exposición en el Prado, a un nuevo restaurante y a ver librerías. A pasearte dentro y tocar las nuevas ediciones de viejos libros, que es como si el sastre les hubiera hecho un trajecito, al mismo señor de siempre, dejándolo tan primoroso, que da gusto verlo, leerlo, otra vez. Y para descubrir otros. En Badajoz, hace demasiado tiempo, teníamos librerías que casi parecían clubs. Donde verse siempre los mismos. Donde iba con mis ahorrillos en monedas a buscar ediciones lationamericanas en papel áspero con tendencia a deshojarse. Sin dibujos ni el menor atisbo de frivolidad. Salías con el libro bien envuelto, y un lápiz del 2, para el colegio, más contenta que unas pascuas. Ahora voy a casa de mi amiga Sol, a ‘Merienda de Letras’, porque allí nunca hace frío. Pequeñita porque muchos de sus clientes son niños. Somos. Y ella es cuentacuentos. En la trastienda está la tetera y el sillón orejero. Y en las estanterías, libros que han recomendado otros lectores, que ella ha leído, que te va enseñando según te vea los ojos ese día. Mientras ella atiende a quien llega, miras y remiras y al volverte, uno, uno solo, te mira a ti. Y vuelves con él a casa, deseando empezarlo, con esa sensación de descubrimiento que se ha mantenido intacta desde la infancia. Al pasar, con pena, la última página, lo abrazo, contra el pecho, agradeciendo, sonriendo. Así, escribo a Sol un mensaje, mínimo, solamente, «gracias», sabiendo que ella también sonríe. Cerrando el círculo.

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