Opinión | DISIDENCIAS

Simpson

Hay gente, demasiada, que confunde política, ideología y gestión. Parece que guardan relación, pero en el mundo real, como siempre, todo es distinto. Se han cometido crímenes en nombre de ideologías, no siempre la política está al servicio de la ciudadanía y, en numerosas ocasiones, la gestión puede ser un desastre o salvar una política y situarse por encima de cualquier ideología. Porque la gestión no tiene mucho que ver ni con la política ni con la ideología. Optimizar el servicio de limpieza, arreglar jardines, organizar el tráfico o asfaltar calles no es de derechas o de izquierdas.Proyectos de empleo, social o de viviendas, tampoco. Como mucho (o como poco) se trata de sentido común. La gestión requiere de cerebro y actitud, y de los mejores o, dicho de otra manera, no permite a los peores. Ni siquiera a los mediocres. Porque si añades ideología a la gestión puede que destruyas todo lo que deseas construir. Porque si privilegias la política, el partido, por encima de la eficacia y colocas en el sitio al primer inútil de aparato que pase por allí, lo único que se consigue es el fracaso. Aunque, luego, tirando de argumentario, se justifique, se disimule, se mire para otro lado o se le eche la culpa al contrario. Política, ideología y gestión tienen algo en común: las personas. Y ahí es donde entra la clave de bóveda de toda elección, de todo régimen que pretenda una democracia: el gobierno de las personas, con preferencia de las buenas sobre las malas. Las personas son el fundamento de todo y las mejores personas -tanto en preparación como en forma de ser- son la base de una buena política, de una ideología no tóxica y de una gestión eficaz. Doy mi voto a las buenas personas, a los mejor preparados, a los que no tienen cocodrilos en los bolsillos, a los que les avala una biografía impregnada de humildad y excelencia y rechazo de plano a los imbéciles que jamás dieron un palo al agua, que no tienen donde caerse muertos y que solo sirven para medrar, toda esa panda que se cree mejor, que cree que aquello en lo que creen deben creerlo los demás y que el mundo está equivocado y solo ellos aciertan siempre. Su visión de la realidad es tan torticera, tan amargada, tan despreciable y tan interesada que votarían al propio Homer Simpson si éste les prometiera una majadería. Cuando por un incidente con un empleado de la limpieza, cuestiona el trabajo del responsable del servicio municipal de Springfield y entra en liza electoral contra él y, desde el populismo más ridículo, logra destrozarlo y ganar su puesto, topa con la realidad, se gasta el presupuesto en dos días, monta un chanchullo increíble para salvar su pésima gestión, se le ocurren ideas estúpidas, pone en jaque a toda la ciudad y el anterior responsable no desea volver ni loco para sacarles del vertedero donde Homer los ha hundido. Vivimos en un mundo de emociones, pero cuando se trata del bolsillo, el futuro y las cosas que importan, hay que ignorar a los charlatanes y actuar con cerebro. Los consejos de un tabernero entre cervezas mal servidas no son precisamente las estrategias más exitosas. Es preferible el realismo de las personas normales. Y alejarse de los Homers de diseño que no son más que vagos sentados en un sofá creyendo que pueden cambiar el mundo.

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