Saliendo de la gasolinera dijo, nos vamos de excursión. Volver. Solo les faltaba Estrella Morente de banda sonora. El viaje programado para cuando acabara la pandemia se fue posponiendo. Se prometieron no esperar más para que los que aún no conocían el pueblo hicieran un viaje con ella, y ver lo que queda de aquella casa grande frente a la ermita de San Marcos, donde nació. Ponerle cara a la calle Maestra donde salían las mujeres a coser en sillas bajas de enea. Al templete en la plaza desde donde su padre dirigía la banda de música, a la iglesia donde se iba con velo y misal, al olor al orujo y a los campos interminables de olivos. Será, para primavera, con todos, si Dios quiere. En esto las vueltas raras que da la vida les revolvió el pelo y los planes. Porque en un día de viento, de lluvia y del primer frío de noviembre, se pusieron en carretera. El ayuntamiento hace obra en el cementerio, y las tumbas más antiguas se abren, se mudan los restos a otras más nuevas. 

El pueblo ha crecido. Solo la torre de la iglesia sirve de referente. En el hotel el acento le empieza a cambiar, y cuando encuentra a los que quedan de la familia, ya vuelve a ser de aquí, sesenta años después de haberse ido. Alrededor de una mesa camilla han ido desfilando los personajes de antes, con nombres y apellidos, direcciones, apodos y parentescos. Su cara era una pantalla de cine, donde se proyectaba el pasado. Sus ojos se abrían y achicaban, las manos se movían, al ritmo de una memoria inmensa y precisa. Y las historias que todos en casa habían oído, se adornaban con el tono en que se habla en Jaén, con los detalles que otros aportaban, sonriendo compartían las anécdotas de ‘Miguelillo tres trozos’, de ‘Juanico sin madre’, de ‘Los chocolates’ o de cómo a la borriquilla no le gustaba subir las cuestas y aparecía sola a la puerta de casa, porque se sabia el camino o la historia de como se inventó la pipirrana. 

En el cementerio, la madre, la abuela, volvió a ser hija. Ante el ataúd abierto se hizo pequeña, curiosa de reconocer sus manos, el escapulario que sujetaba, su pelo sin canas. El tiempo detenido. Polvo. Dolor. Porque solo la ausencia es eterna. Salen en silencio, testigos de un reencuentro y otra despedida. Al pasar, las lapidas hablan de amor y de pena, de heridas imposibles de sanar, de un hijo que no pudo despedirse de su padre; ese padre al que cada día se le desgarra el alma delante de su tumba. Pero también hay mala hierba entre las cruces, rencillas aún después de muertos, sepulturas de esposos separadas porque no pudieron hacerlo en vida, alguien que se apropia de un nicho que no es suyo, un enterrado en el suelo, sin adorno, sin flores, como venganza por haber dado mala vida… Hace frío en Mancha Real. Ese frío antiguo que baja de Sierra Magina y corre entre las tumbas sin piedad de los vivos. Vuelve. Tranquila. Con los deberes hechos. A casa. Con el nombre de su madre, Dulce Nombre de María, abrigándola, como cuando era niña.