Como ya indiqué la semana pasada, he invertido mis vacaciones veraniegas en un estudio de campo y una encuesta sociológica. Ya di las conclusiones del estudio y me dispongo ahora a relatar los pormenores demoscópicos, con la salvedad, ya indicada, también, de que las preguntas me las he hecho a mi mismo, hasta ahora, el mejor interlocutor que tengo. Un psicoanalista de pena, pero empatizo muy rápidamente con mi propia mismidad. Me pregunto por qué, en general, mi visión de la realidad, creyéndome una persona normal, de clase media y con sueños, aspiraciones, fracasos y conflictos comunes a la generalidad, no concuerda con el mundo que me rodea y toda esa gente que viene y va y mira a su móvil más que a la vida y alimenta más su ego que su inteligencia. Concretamente, me pregunto si soy yo el raro o lo son los demás cuando creo que todo se desmorona, que la mentira social se ha convertido en virtud, que la mediocridad es un valor en alza y que hay una clase -política, empresarial, periodística, cultural, artística, deportiva, incluso ideológica- que vive muy por encima de nosotros, en otra realidad diferente, en una burbuja en la que jamás entraremos, que denunciamos, si acaso, con la boca pequeña y que aceptamos nuestro rol con una falsa dignidad, con una creencia absoluta en los nuestros, aunque los nuestros sean unos canallas o nos estén tomando el pelo. Me pregunto por qué seguimos votando a partidos que no responden a las expectativas, que nos engañan una y otra vez, que juguetean con la ilegalidad, con nuestro bolsillo y nos toman por imbéciles. Eso mismo: cómo una y otra vez votamos o aplaudimos a quienes, descaradamente o con almibarados discursos, defraudan, decepcionan, nos persiguen, limitan, se equivocan y, esencialmente, ofenden nuestra inteligencia. Me pregunto por qué, si como dicen las encuestas, despreciamos a los políticos, no les creemos o pensamos que son una rémora para que seamos felices, salvamos a los nuestros, sin excepción, que deberá haberlas, como en todas partes, y cómo no metemos en el mismo saco a periodistas, opinadores, líderes de opinión y todólogos que, igual o peor que los políticos, no hacen más que darnos la paliza para llevarnos al huerto. Me pregunto por qué acabamos en ese huerto. Por qué no hacemos una verdadera revolución y no la pantomima aquella que acabó en un quítate tú para ponerme yo. Me pregunto por qué yo sigo indignado y muchos de aquellos viven en casas o tienen sueldos con los que jamás podré soñar. Me pregunto por qué no hay transparencia ni auténtica libertad de expresión ni una justicia igual para todos, por qué nos enredan, por qué ahora tenemos que aceptar expresiones imposibles como el de “topar alimentos”, tragar con insensatas contradicciones y aceptar a toda esta panda de vivos -ya da igual que sean políticos, periodistas, gente de la calle o turiferarios del poder- preocupados por el espectáculo y por votar lo que sea antes que decirnos la verdad o irse a casa cuando todo sale mal. Después de todo, la nómina ya la tienen asegurada. Como diría la Bruja Avería: “¡Viva el mal, viva el capital!”. Peor seguro que no nos va.