Es hora de la siesta. Suena el ventilador de techo y el aire acondicionado hace el mismo efecto que el chucuchú del tren. El hielo tintinea solo un instante. Se derrite enseguida por el café que, desidioso, sucumbe también, a la galbana, y se queda aguado, sin ganas ni fuerza para espabilarme. El libro vacía su historia en mis manos. Sus personajes ya tienen cara y al recorrer sus frases les oigo la voz, contando. Yo podría también hablarles. Poner la mía en off y narrar despacio, como si fuera un locutor de radio de los años cincuenta. O bajito, susurrándoles, para que se quedara para ellos y para mi, a salvo, resguardado por la cubierta. Su portada es un embozo, que te lleva hasta el sueño, y te abriga, y en días como hoy, te refresca, porque a mí me parecen como de percal, limpias, blanquísimas y bien planchaditas. Podría comenzar como aquel «yo tenía una granja en África», que recito de memoria, o yo era una niña que detestaba dormir la siesta, pero que era su hora favorita, porque los mayores no estorbaban, y había un silencio mullido, casi pegajoso, para escapar a bordo de un libro. Una niña que creció en Badajoz y pasaba unos veranos muy largos y muy lentos en La Antilla. Los días sabían a sal de revolcón de olas, a quisquillas vendidas en cestas a mediodía, a helado de vainilla y fresa, por la tarde. En aquellos veranos la espalda y los hombros se quemaban siempre. Y se me pelaba la nariz. La lata azul de Nivea, es como mi magdalena de Proust, o una goma de nata de Millán, que te hace enseguida suspirar. Pero mi tía Asun mezclaba aceite con vinagre en un botellín de Coca-Cola para ponerse negra, negrísima. Yo leía los libros de los Cinco, y Guillermo el travieso, por el que lleva mi hijo su nombre. Mi abuela vio allí a Rafael y a Lola Flores y no sé si también a Julio Iglesias. Los personajes del Hola, que era como mis cuentos para ella, me parecían de la familia, y ya no sé qué fue real y qué imaginado. Alfonsito y yo hacíamos competiciones de castillos de arena. Nos poníamos un tebeo de Zipi y Zape en medio para no fijarnos. Creo que soy la única que le sigue llamando Alfonsito. En el restaurante Guardamar, mi padre se emocionó viendo en la tele la llegada a la luna, y yo, que sé que no puedo acordarme, me acuerdo. Veo sin esfuerzo la pantalla del cine de verano, y las sillas de hierro, y las cáscaras de pipas en el suelo. Y el cuello hacia atrás, y el embobamiento hasta dentro. Ese estremecimiento que aún me dura cuando la pantalla se enciende y las imágenes que capturan para llevarnos muy lejos, al oeste, al centro de la tierra, a aquella isla misteriosa donde apresaron, entre mis lágrimas, a King Kong. De ahí me viene supongo el terror a que mis hijos se pierdan, a un día donde solo veía piernas, y nadie me daba ya la mano, y los toldos verdes se veían muy lejos y yo no sabía si ponerme a llorar o meterme a chapotear otra vez en el agua. Así escribí esta columna que es tan chica como lo era yo entonces, y no caben más que el comienzo de las historias. Lo que sigue lo escribo cada día, intentando tener buena letra y no salirme de los renglones, o salirme del todo, garabateándome en colores.