Hay muchas formas de pasar el verano, de veranear, como se decía antes, sobre todo cuando éramos pequeños y las vacaciones duraban una eternidad. No como ahora, que parece que fue ayer cuando acabaron las clases y ya están en El Corte Inglés reservando los libros de texto del próximo curso. Esas vacaciones de pasar todo el día en la calle, sin olas de calor, de noches fresquitas, de jugar a rescatar, de partidos de fútbol, de piscinas públicas por todas partes, de amores efímeros y besos robados. Esos veranos de playa de ida y vuelta en el día o de casi tres meses de costa, con el Rodríguez de turno incluido, por Huelva, Cádiz, la Costa del Sol y Portugal siempre presente. Yo puedo decir que en algunos de mis veranos me he bañado en el Guadiana, desde Las Crispitas hasta el Rincón de Caya, pasando por El Pico, la famosa playa, la zona de los eucaliptos, por Las Moreras y, prácticamente, por todo el tramo del río ahora cubierto por plantas invasoras y alienígenas de todo pelaje. Aguas cristalinas, por cierto. Y he comido en el merendero donde estaba el embarcadero, que también hemos remado. Eran veranos de río y la boca del lobo, en Castelar, de Fuerte de San Cristóbal y las piscinas Florida, Conde, la Hípica, si te podías colar, y no recuerdo si alguna más. Que por aquel entonces no había piscinas municipales ni moderneces con toboganes. Luego, estaban las playas de fuera: La Antilla, por supuesto, sin Islantilla, que llegó después; Punta Umbría y, más tarde, inventaron lo de Isla Canela y Punta del Moral; algo de Cádiz, Fuengirola, Estepona, Marbella, menos, un poco, también, de Torremolinos; y Portugal, más fría el agua que témpanos de hielo, pero a un paso la zona de Setúbal y Troya, que Porto Covo y Comporta son más recientes, Cascais, Estoril casi de refilón, Nazaré, San Pedro de Moel y Figueira da Foz para los más pudientes, que iban con servicio y para todo el verano. Y los campamentos, que me encajé con la Parroquia de San José en la Redondela, que hoy es como Benidorm y antaño era un páramo; en Chipiona, los de la OJE, entre pinares, comiendo caracoles y disciplina cuartelera por omitir las canciones, que hoy estamos en el mundo de la cancelación y recordarlas es lapidación segura. Y, por supuesto, Denia, al otro lado del mundo, pero donde descubrí el arroz abanda, el Montgó, el barco a Ibiza, la horchata con fartons, amores inolvidables, amigos para la eternidad y los mejores años de mi vida. En una entrevista en El Cultural, el filósofo Fernando Savater, decía que “el ámbito mental en el que vivo es el de alguien que ha envejecido, pero no ha crecido. Eso supongo que el niño (que fui) me lo agradecerá”. Quiero seguir pesando que aún sigo por allí. El mejor antídoto contra tanta mediocridad.