Ahora que, parafraseando a Gil de Biedma, de casi todo han pasado ya veinte, treinta o cuarenta años, la vida es más estación de paso que nunca, donde queda atrás un largo camino recorrido que solo son recuerdos devastados por el paso del tiempo y, por delante, una espesa bruma tras la cual solo hay un inmenso océano cuya profundidad, que desconocemos, limitará nuestras brazadas. Nos acordamos de la EGB, que duró veinte años, y de la que salieron los niños mejor preparados de la historia de este país. Nos acordamos de la LOGSE, en vigor con un poquito más de veinte años, que le ha dado a España los ciudadanos peor formados, llenos de complejos, más malhumorados que nunca, quejicosos, encaprichados, con un nivel de ignorancia que apabulla y una capacidad para crear problemas y ofrecer discursos vacíos que solo avivan el fuego de la discordia, la violencia verbal, la intolerancia y la resurrección, no de las dos Españas, sino de un montón de ellas que no hay quien entienda y donde es imposible respirar. Nos acordamos de las ocho leyes de educación en cuarenta años de democracia que, junto con las transferencias educativas a las autonomías, ha supuesto la idiocia nacional, el esperpento de una nación sin historia, sin escrúpulos y sin futuro. Echamos de menos a E T el extraterrestre, la creación de Spielberg que cumple ahora cuarenta años, que tanto nos habló de la soledad de las personas -Elliot, sin ir más lejos- y al que tanto se le identificó con alguien que también vino, cargado de compasión y milagros, desde las estrellas y más allá y que aún seguimos crucificando día a día porque, en el fondo, el mal del ser humano es el miedo a aceptar sus propias limitaciones, su mismidad inmersa en una existencia con un saco a cuestas lleno de soberbia, ansiedad y miserias, como el peregrino descrito allá por el siglo XVII por un tal Juan Bunyan. Ahora, en un inicio de verano de altas temperaturas, asfixiados por la subida de los precios, en un país que no carbura, asediados por virus que no cesan, con gentuza que nos da lecciones y miserables que intentan robarnos incluso el optimismo, vuelve Gil de Biedma a recordarnos que hemos aprendido demasiado tarde que la vida iba en serio, que “ha pasado el tiempo/ y la verdad desagradable asoma:/ envejecer, morir,/ es el único argumento de la obra”. Queda huir de tanta mediocridad, de la influencia de los malos que intentan imponernos su doctrina y credo, del peso de sus ideologías coléricas e histéricas, huir, qué sé yo, a la casa encantada de Zahara de los Atunes o al palacete semiderruido, pero entrañable y cálido, que nos espera bajo el sol de la Toscana, con una copa de Brunello di Montalcino (de los caros, por supuesto) mientras oímos la hermosa voz de Ornella Vanoni cantando L’ Appuntamento: la nostalgia de volver a verte; si tú no llegas, no existo; “soy solo un resto de esperanza perdido entre la gente”; quien sabe si habré de regresar a mi vida triste, pero, ¿acaso hay mejor cita que citarse con un sueño?