El balcón del palacio de Buckinghan se abre. Sale la Reina. Y miles de ingleses, que enarbolan su bandera, gritan enfebrecidos y cantan voz en grito ‘God save the Queen’. Ella saluda como lleva haciéndolo setenta años. Un holograma de Isabel II recorre Londres en una caravana dorada. En la librería de la biblioteca de la ciudad de Nueva York, docenas de muñecas de la reina mueven la mano como los gatos chinos de la suerte. El vídeo de ella tomando el té con el oso Paddington y descubriendo que es un sándwich lo que lleva siempre en su bolso, se hace viral. Un grupo de chicos lleva estampada en su camiseta ‘Hoy salimos a mover el bolso’. En la fiesta de Los Palomos en Badajoz, era tradicional la prueba de lanzamiento de bolsos. También taconear. Guardando el equilibrio, pero no la compostura, en la carrera por la diversidad. Zapatitos de la talla 45, rojos, como los de Judy Garland, recorren el caminito de baldosas amarillas bajo un arcoíris radiante y reivindicativo. Cuando se piensa en la cabalgata del Orgullo en el Village, Badayork sale ganando. Se come el mejor jamón, no hay que llegar apretujado y sudando en el metro, la plaza Alta es más bonita, y por lo que cuesta allí un café -agua chirri, en vaso de plástico- te bebes aquí dos copas de buen vino. No me gustan los faltones, el mal beber, el botellón y la suciedad pero, querida, todo se puede mejorar. Como le dirían a Jack Lemmon, con sus labios pintados, su peluca y su bolso, «nadie es perfecto». Siempre he llevado unos bolsos muy grandes. Llegaba al juzgado como Mary Poppins, cargando con expedientes, códigos, chupetes, playmobil y piezas de lego, de la época de mis niños, pañuelos de papel para enjugar las lagrimas de los clientes, del despecho, del abandono, del desamor, un libro para las largas esperas, agua, paracetamol para aliviar los dolores de cabeza de quien todo se lo juega, un cuaderno para ideas, estrategias de defensa, jurisprudencia y poemas. Esos que surgían, inevitables cuando entrabas en sala y oías al juez levantarse de un salto al reconocer a los justiciables, señalándolos con el dedo, a la vez que les auguraba un futuro de males como las plagas de Egipto con su archiconocida teoría de la bola de nieve, cada vez más grande desde la primera denuncia, creciente, imparable. Como la necesidad de escribir, entonces, sobre el sentido tragicómico de la vida, en cuanto una se quitaba la toga. Con la edad mis bolsos se han ido reduciendo, hasta a veces convertirse en la mínima expresión, que apenas guardan las llaves. Me pregunto si acabaré, como la Reina de Inglaterra, moviendo la manita para decir adiós, canturreando “a quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga“, mientras agarro mi bolso, vacio.