Con los calores a muchos se les hinchan las piernas y a otros se les encoge el corazón. Debe ser que la gente anda contenta y sonríe o gasta vestidos de flores y las conversaciones van de playas y de caravanas y sol. Que por el paseo fluvial solo se ven cabecitas juntas al final del día y que los helados, como las pipas, se comen mejor en compañía. Que en las esquinas suenan los muac muac. rechupeteados, con eco, y que en la radio se repiten canciones con estribillos, tan pegadizos, como los amores de verano. Quien está solo o no tiene motivos para reír, la evidencia se le atraganta en la garganta y no pasa. Como un polvorón en Navidad. Otra época de esas en que se reproduce la felicidad como si fuera un virus de alto nivel de contagio, y a quien no le toca, la mueca se le tuerce. A quien echa de menos a alguien, quien se siente solo o lo dejan solo, el trance se agudiza y no sabe muy bien como solventarlo, más que encerrarse en casa y esperar. Pero en estas tierras nuestras en que llamarnos Sur parece un eufemismo, eso que vale para diciembre, es decir meterse en la cama bajo un edredón y no asomar hasta pasado el día de Reyes, se vuelve complicado. Se debe en primer lugar desconectar de las redes sociales para no atragantarse con la avalancha de fotos de islas, de hamacas, daikiris, de los arrumacos recortados en el naranja del atardecer, salirse de los grupos de whatsap y no abrir el buzón atascado de publicidad de cruceros. Mentir como un bellaco y decir que se va a un lugar tan lejano que no hay apenas señal para enviar el correspondiente reportaje. O que le resbale, como el sudor, que le llamen raro, que le lancen miradas misericordiosas, que le quieran buscar una novia/o/e de urgencia. Vamos, eso que mi amigo José María, llamaría amores ortopédicos, es decir un parche para tapar un roto o un descosido. Entonces solo cabe pertrecharse. En casa, con el aire acondicionado a tope, eso sí, en las horas en que la electricidad está más baja, o con el paipai en la mesilla, dispuestos a llorar la pena hasta que la sal de las lágrimas se junte con la de la transpiración, y se acabe el drama por agotamiento. O hasta que el aburrimiento te deje en paz, o que la soledad te diga «¿hace una cervecita?». Y uno empiece a cogerle el gusto, hasta casi llegar a la risa floja. Imaginando esos agostos con sus colas, con sus retenciones y sus precios por las nubes, los cuerpos pegajosos sobre la toalla, el coche lleno de arena, los niños que chillan, y salpican, las chancletas y las panzas al aire en Mercadona ,los hombros quemados, y los mosquitos, y las riñas de enamorados, y los cansinos prolegómenos … Es el momento, entonces, de reconciliarse con la vida. Salir a la ciudad, pasear sin temor de encontrarse a la ex, aparcar donde te place, y coger sitio a la primera, en el restaurante donde nunca hay mesa si no se tiene, con muchos meses, reserva. Resonaban sus pasos solitarios en la noche. Había refrescado. La mayoría de las ventanas estaban oscuras. En alguna se veía la luz azul del televisor. Volvia a casa, si no feliz, tranquilo, casi contento, lamiendo un Frigopié que sabia a fresa y a verano.