Ha muerto Teresa Berganza y dos de mis amigos se sienten más solos. De esa soledad inesperada, por mucho que la edad anuncie la probabilidad como certeza. Esa sorpresa de que ya no esté quien creíamos inmóvil, perenne, como los cerezos del Botánico de Brooklyn que, cada año, fieles, cantan a la primavera, entregados a su propia delicadeza. Qué mejor antídoto contra la hostilidad, la violencia, el miedo que crece como la mala hierba a la sombra de la pandemia, la guerra …, que ollar la tarde, ensombrecer la casa, cerrar las ventanas al ruido de fuera, y en silencio, escuchar. Sentir que cada superficie, sobre los muebles, los cuadros, la tapicería del sofá, las manos del otro, se hermosean, estallan con los agudos de emoción, se estremecen de agradecimiento. Sólo he encontrado, además de en el abrazo de mi familia, en los libros y en la música, el consuelo que nunca defrauda. Cuando los días llegan sin el amor suficiente o éste no calienta tus pies en la cama, cuando te sientes perdida, dolorida, y tu madre no está para hacerte un caldito, solo sé buscar refugio en los libros, en la música, que te eleva y te ensancha, y te dice, y te dice, y te escucha a la vez, reconfortando, reencontrándote. Y sonríes, y haces las paces contigo misma, y perdonas y vuelves a empezar.

Madame Butterfly logra ese efecto. El telón se alza y ella sale como el sol. Asciende en la oscuridad llenando el teatro. Su silueta se recorta en el tiempo detenido. El rojo de la laca y del amanecer, de las flores con que adorna la casa para su amado, de la pasión, y de la muerte, y del Obi de su kimono que se abre en alas, como al final se abrirá su sangre. El escenario se duplica con el espejo cenital y las emociones se duplican también, se replican, en la platea, los palcos … El cielo se estrella de linternas de papel y lo recorren garzas de origami. Con el coro de geishas, sus sombrillas, sus abanicos y vestidos salpican de esmeralda, carmín, turquesa, púrpura, índigo … Reverberan sus voces, oscuras mientras en la noche se presiente el desamor. Claras cuando invocan la esperanza. Bajas, subterráneas casi, mancilladas de culpa o cuando se desvela la traición. Turbia cuando se llevan mensajes de abandono. Afilada cuando se sacrifica, negándose a vivir sin el que ama, poniendo a salvo su honor, la memoria de su hijo, acuchillando su sombra. Baja el telón. Temblando de belleza.