Ya no quedan, dicen, generadores en las tiendas. Los estantes de los supermercados aparecen abatidos, sin una oferta con la que engatusar al que pasa. Ya no pasa nadie. Apenas prisas por los pasillos, registrando los vacíos. En busca de pilas, conservas, leche en polvo, pan. Velas e infiernillos de gas con que iluminar el miedo. Con los que espantar la tensión eléctrica del cielo, y la que guardan los músculos del cuello, del estómago. Un reservorio de alerta. Se escucha el hacha que parte la leña, zas, zas, despedazando la incertidumbre. Días antes de que las noticias anunciaran el paso del huracán, dejaron de verse ciervos. Aparecieron ardillas atropelladas. Y el olor de las mofetas, muertas en la cuneta, se quedaba adherido hasta muchos kilómetros después. La mareas subían hasta el borde de la casa, salpicando las tardes. Y los árboles se descompensaban, moviéndose a ráfagas, para después detenerse del todo, con un aliento caliente, en el que parecía oírse un ah. Pesado. Los patos debieron buscar una guarida. Ni el vuelo rasante de los gansos, ni las agudas gaviotas, normalizaban la espera. Los días estaban en suspenso como cogiendo aire. La familias rodean, como antes, las radios. Los móviles y los ordenadores cargados de emergencia. Retener un libro en las manos como un salvavidas, sin mantener la vista asida a un párrafo, siquiera. Siempre la misma frase, a trompicones releída, hasta perder la memoria de la historia, extraviada como la rutina, o un mechero en esa caja de pandora que son los cajones de la cocina. Las cerillas, el aceite de un quinqué, a la vera del desasosiego. La noche, tan temprana, se teme. La olas se intentan descifrar. La cercanía, ciega, se mide por el estruendo contra las rocas, más cerca, más. Hasta repasar mentalmente qué coger para escapar y dónde. El pasaporte, unas fotos quizá. La posibilidad de lo inevitable convierte todo en accesorio. Y la imagen de la Dehesa, seca al calor de agosto, a mas de seis mil kilómetros, se recompone en un rezo, sencillo, en el que los tuyos están a salvo. Entonces, el resto, una misma, carece de importancia. Desear el alba, mientras, los ojos del otro depositan en los tuyos la calma suficiente para convocar el sueño. El abrazo protege del escalofrío, abriga la esperanza. El aire amaina. Llega por fin la mañana.