Borges, en Límites: «Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar,/ hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,/ hay un espejo que me ha visto por última vez,/ hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo./ Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)/ hay alguno que ya nunca abriré…». El paso del tiempo, el mundo que nos consume, la rutina que no alimenta, la felicidad que se disfraza, ya casi nada nos divierte. Hay cosas que ya no podremos hacer. Se nos termina el tiempo, no subimos a ese tren. Recién revisada La peste, me reencuentro con el Camus más realista: somos las decisiones que tomamos, todo es tan absurdo que la única manera de escapar es afrontándolo desde la sensatez, aunque cueste, aunque la estupidez siempre insista, aunque, como escribió, todas las desgracias de los hombres provengan de no hablar claro. Escribe: «Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa». Así somos, así nos comportamos: «La primera mitad de la vida de un hombre era una ascensión y la otra mitad un descenso; que en el descenso los días del hombre ya no le pertenecían, porque le podían ser arrebatados en cualquier momento, que por lo tanto no podía hacer nada con ellos y que lo mejor era, justamente, no hacer nada». Hace cien años nació Carmen Laforet y con apenas veintitrés ganaba el Premio Nadal con la novela Nada, un prodigio literario que permanece en el tiempo y que cuenta la historia de Andrea durante un año en Barcelona, en una casa de la calle Aribau donde pasa de todo y no pasa nada. Sordidez, sueños truncados, sombras que acechan, soledad perpetua, relaciones tóxicas, una eterna noche donde la miseria real y moral son el pan nuestro de cada día. «Yo me sentía oprimida como bajo un cielo pesado de tormenta» o «me envolvía la tristeza. Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo y cerrar los ojos». Su marcha de aquel tramo de su vida resuelve uno de los mejores títulos de la literatura española: «Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces». Cuando pasan los días y las personas, quedan los recuerdos, las experiencias, pero, en el fondo, sin darnos cuenta, es posible que no quede nada.