Con esos arreos intelectuales hubo que comenzar la excavación de la Alcazaba de Badajoz, planteada, en un primer momento, como una investigación casi exclusivamente intramuros. En ningún momento pensé en solicitar permiso para actuar en el flanco de las actuales plaza Alta y plaza de San José, porque en aquella época había casas adosadas. Solo junto al muro, en el costado noroeste, que ahora es un parque –donde se levanta la bonita y teatral estatua de Abd al-Rahman b. Marwan, el fundador– y entonces era un gran espacio abandonado a la maleza y a la basura. En ningún momento se me pasó por la cabeza, así estaba yo de confuso, intervenir en la ladera oriental del cerro. En esa zona, semiabandonada, como hoy, donde se había plantado un pinar en la posguerra civil.

La verdad sea dicha, mucha gente quiso ayudarme y colaborar, de muy buena fe, dándome informaciones sobre hallazgos fortuitos. También sobre otros imaginarios. En este capítulo debe incluirse el túnel de comunicación entre Alcazaba y Fuerte de San Cristóbal, descrito con todo detalle por un vecino cuyo perrito juguetón se había colado –a su decir– por un agujero y aparecido al otro lado del Guadiana. Hay pocos castillos en España donde no exista la misma leyenda con las pertinentes variantes. Pero en este contexto al joven director no le quedaba otra que atender con paciencia   –y respeto– a todos los interesados, no tantos por entonces. Fábulas más disparatadas me contaron después engolados caballeros revestidos de pretendida ciencia. Pero es que la fortaleza badajocense se veía como un monumento árabe, sin antecedentes ni matices. A lo sumo alguien pensaba en unos precedentes romanos –y cristianos–, ¿cómo no? Desde el humanismo renacentista para acá una ciudad del católico reino de España no era respetable si no poseía un pasado romano, pongamos una aldea –como mínimo– engrandecida por los árabes, pero de ningún modo fundada de la nada. El mito de la unidad de destino en lo universal se sustenta en prejuicios arqueológicos de esa especie. No se podía admitir, y todavía hay quien lo piensa así, una creación árabe sobre un solar baldío. Eso pasaba, con mucha más prosopopeya dada su capitalidad, con la mismísima Madrid.