Durante veinticinco años, he desayunado en la misma cafetería. Leía la prensa, repasaba la agenda del día siguiente, y pensaba a sorbitos. Pausados. Esa era mi rutina, para coger fuerza para subir hasta San Juan y enfrentarme a los dolores ajenos, que ya eran míos. Muchos años después de elegir esta profesión, sigue encogiéndoseme el estómago, y necesitando inspirar buscando inspiración hasta en el aire, cuando llega una mujer al despacho con la cara o el alma rota a golpes, a control, a humillación, a manipulación, a miedo. En uno de esos desayunos, en una de esas tantas mañanas de titulares tintados de sangre, negra, con el periódico en la mano, alguien en la mesa de al lado leyó, en alto, el texto de una pancarta: «Nos están matando». Pasó la página con un resoplo de aburrimiento y con un qué exageradas. La que la acompañaba ni siquiera se inmutó, preguntó por la cartelera. Aún había cines. Y por eso, porque la mascarilla no camuflaba mis pensamientos, les miré, sin pestañear , hasta que le picaron mis ojos en las mejillas y tuvieron que levantar la vista . Incómodas. Sin decir ni hola les hable de Clara, de Elena, de Pura, de Marito y de otras a las que ni siquiera pude conocer. Les hablé de escapar del cuarto de baño, donde a una la habían encerrado para no que no saliera de viaje de trabajo, diciéndole si te escapas te mato. Le conté de las veces que le subía un sudor frío y sin saliva cuando llegaba a casa, rezando para encontrar fuerza, pidiendo que nada pasara, que todo pase. Les conté de la cara enloquecida de un hombre con un bidón de gasolina, mientras gritaba , os voy a meter fuego a ti y a los niños y a la casa. Le hable de las veces que le escucho llamarla puta y del terror áspero que raspaba las entrañas, de escucharle una y otra vez, me voy a matar, voy a estrellar el coche, voy a tomarme tres cajas de Valium y tu y mis hijos seréis los culpables. Le hable de ella sin lágrimas, aullando, seca, porque su niño no aparecía y el no cogía el teléfono, y como el se reía al volante, llevándoselo, mientras le decía te voy a arruinar la vida. No dijeron nada, se fueron compungidas, quizá incluso airadas. Como compungidos pintan sirenas o siguen la historia como si fuera una telenovela triste, ajena. Como airados, piden recrudecimiento de las penas, los mismos que no creen que exista la violencia de género, quien cree que la prensa inventa su gravedad. Desde 2010, ha habido, sólo en España, 1215 asesinatos a mujeres. Usted, que lee esta columna, debe saber que puede ser la próxima, aunque sea abogada, doctora, empresaria, joven, de mediana edad, jubilada, española, danesa, nicaragüense... Que la próxima puede ser su hija, su hermana, su madre, su mejor amiga. Solo cuando creamos que no es un asunto aislado, individual, sino de toda la sociedad, que está en la raíz, y que solo con educación se cura, el miedo pasará de largo.