Removió la cabeza sin levantar la vista de la moqueta beige. Y, por un segundo, se perdió, recorriendo la cenefa, que la enmarcaba . Hasta dar con el tacón de aguja de la terapeuta. Firmemente hincado. Había dejado un surco. También en su frente. La línea fronteriza entre el ahora y su pasado. Estos días confusos. El ayer intacto. La voz de su mujer, aguda , cincelando el golpe. Sentía la palabra divorcio marcada como si el fuera una res. Una señal indeleble que todos parecían notar, mirar a su paso. ¿Cuál es su refugio? La pregunta pasó por detrás de sus ojos, como una lluvia de mentira, transparentándose, sin inmutarle. ¿No tiene usted un lugar donde ir cuando algo va mal, cuando está en crisis, triste? Hizo un esfuerzo que casi dolía para seguir el movimiento de sus labios, y leerlos, y aunque las sílabas se deslizaban a cámara lenta, no logró entenderla. ¿Un árbol, una cala, una cabaña? Desde entonces buscó distanciarse. Dónde distanciarse. Dónde buscarse. Hay quien llena las maletas estos días con ese lugar que durante meses le ha mantenido a flote. La idea de repente se dibuja en el horizonte, azul, en el blanco encalado, en el verde monte. Y al intuirlo, la sonrisa no cabe en el pecho, y a la vez escuece como un deseo demasiado soñado. Quien lleva la brújula prendida en los dientes mientras deambula por los aeropuertos. Desorientados. Sin saber muy bien cómo llegar. Cómo llegarse. Quien mira, con querencia, la huella que su cuerpo ha dejado durante un año y medio en el sillón. Y se resiste a dejarla, a abandonar el miedo conocido, la cálida seguridad de sus paredes. Durante casi toda mi vida ese lugar eran muchos. Era una casa en la copa de un árbol. Era el túnel secreto por donde deslizarse a un país maravilloso o donde los niños no crecían jamás. Era un pequeño escritorio bajo una ventana desde donde se veían los prados de Concord, un jardín con rincones umbríos y fuentes que contaban leyendas, y bosques donde los animales conocían mi idioma. Hasta que un día encontré un refugio real. Justo cuando yo me hice refugio. Tejado. Casa. Albergue. Fortaleza. Un lugar donde volver. Un lugar seguro. Cada noche rezo para que nada les pese, para que nada malo les pase. Pidiendo fuerza, sabiduría y tiempo para quitarles las piedras de su camino. O para enseñarles, al menos, cómo aliviar el tropiezo. Por eso el mío no tiene auroras boreales, doradas Medinas, ni aguas turquesas. Porque está hecho de la piel de los que amo.