Más allá de monumentos (la Alcazaba, a la que de niños llamábamos el Castillo, el Fuerte de San Cristóbal, testigo de tantos romeros camino de Bótoa y algunos de ellos quedándose allí mismo o Puerta de Palmas, que nos parecía un exin castillo), parques y jardines (Castelar, los patos y la boca del lobo, además de los primeros besos; San Francisco, cruce de caminos y verbenas de San Juan; la Legión, con el ciervo; o el parque infantil, con sus recovecos para esconder las primeras faltas a clase) o iglesias y monasterios, desde la Catedral hasta las Descalzas, desde la Ermita de la Soledad a San Agustín o Santa Ana, con sus bautizos, bodas, comuniones y entierros, dulces y recortes de hostias sin consagrar, en Badajoz tenemos los edificios. Quien más sabe de ellos es mi amigo Álvaro Meléndez. Edificios que forman parte de toda una vida viviendo, estudiando, trabajando o comprando en ellos. En San Fernando, la Estación, de donde partían los quintos a sus destinos, donde recibíamos a los familiares que venían desde tan lejos o El Vivero, que tantas tardes de gloria y penas nos dio, desde los trofeos Ibéricos a las carreras de Marmesat, desde el partido del Real Madrid cuando la riada a los triunfos del Santa Teresa. En San Roque, el antiguo Mercado, hoy centro cívico y cultural.

En la Universidad, otro Mercado, el metálico, recordado imponente en la Plaza Alta. Las Tres Campanas, donde los niños sabíamos que había llegado la Navidad, la Giralda y sus mostradores eternos, Simago, nuestro primer centro comercial junto al que se levantó nuestro primer rascacielos o Galerías Preciados, La Cubana, los colegios Maristas (el antiguo de Donoso Cortés y el nuevo de la autopista), Salesianos, General Navarro o Arias Montano (tantos hemos pasado por sus aulas, enamorándonos, suspendiendo, aprobando, jugando al fútbol o conociendo la vida) y, por supuesto, esa avenida de Huelva que comienza con Correos (tantas cartas recibieron sus buzones) y sus edificios singulares como el de la Junta, la delegación del gobierno, el actual SES o el inconmensurable Instituto Zurbarán, la patria de muchos. Edificios como el cine Menacho (ya hablaremos de Zara y su espantada) o el Teatro López de Ayala, que han diseñado nuestras vidas y alimentado nuestros recuerdos. Verlos es vernos a nosotros mismos en aquellos tiempos cuando éramos felices.

*Periodista