Beyrouth era una fiesta. No necesitaba ser reivindicado por Hemingway, tenia la fiesta hincada en su sombra, le salía así, natural. El blanco de las casas estaba lleno de color, y de olor, a comida, tan rica, como el andar de sus mujeres y sus hombres del brazo. Era un hummm, y un suspiro y una servilleta apresurada o los dedos que recogen una gota de miel o de aceite resbalando por la comisura del labio. Los molinillos de café se silencian por el griterío de la calle, en varios idiomas, perezoso y a la vez desbordado. Los periódicos, grandes, arropando la curiosidad y las rodillas. Los vasitos de té, hirviendo de cotilleos, y de secretos, y de vidas pausadas. En cada mesa una jarrita de agua, fresca, tintineando la mañana. Las horas relamidas de dátil y pistacho. Y de eso apenas queda nada, muchos desaparecieron, abandonaron las escuelas, empuñaron una granada, desvalijaron viviendas, subieron a una azotea con un rifle, se ahogaron bajo las ruinas de su casa bombardeada, cerraron sus negocios, vieron desvalorizarse sus ahorros y envenenado su pozo. El país se muere y nace cada vez. El alma de los libaneses sobrevuela, como un Ave Fénix, el Mediterráneo, esperanzado. A nuestro amigo Sami, fuerte, generoso, leal, no le venció la guerra, ni las explosiones, fue el virus, quien lo encontró exhausto de otras luchas, evitables, absurdas, repetidas, distintas y siempre la misma ..., y se lo llevó para siempre. India es, vista desde aquí, extensa, pletórica, saturada de sentidos. Quienes ahora son mayores vivieron una India mayor. Aún más colorida, más diversa, perfumada de azafrán y de grandeza. Las lágrimas se esconden en las arrugas, profundas de dolor antiguo. La partición del país despedazó familias, haciendas, el corazón de millones que tuvieron huir de la muerte, abandonando sus casas incendiadas, sus hijos asesinados en una cuneta. Los trenes abarrotados, el olor a miedo pudriendo la tarde, caída, sin más luz ya que la de los ojos abiertos para no ser sorprendidos por un cuchillo. Las caravanas se cruzaban, los musulmanes, en dirección a un nuevo país, Paquistán. Los hindúes hacia una India amputada. Después no cesó el dolor, ni las penurias, ni los conflictos diarios. El peso de la tradición, de la religión, lastrando el progreso. La marea humana crece como la bondad, como la imprevisible y serena alegría de nuestro amigo Yadav que guardó para si sus penas de entonces, y nos regaló su ojos chispeantes, el amor de su familia, su sabiduría y su profundo humanismo, sin partido, ni nacionalidad, abierto como sus brazos, como su casa. A todo resistió, pero no al virus, a la falta de oxígeno. Muchos creímos que aprenderíamos, que de este horror saldríamos reforzados, la mente más clara, las prioridades aprendidas. Con el covid aún danzando sobre las tumbas, Palestina e Israel nos devuelven a la realidad, a la de antes, que tanto decimos añorar, soñando con la palabra normalidad, tan anormal, tan aniquiladora. La historia es un Sísifo exhausto, ciego, que sube una montaña de cadáveres de distintas épocas, estratos de civilizaciones perdidas, sepultadas por la siguiente, idiomas que se extinguieron, religiones que ya no se profesan, fronteras borradas. Tantos muertos por aquello que el polvo se llevó y tanta enseñanza no aprendida.