La astenia primaveral nos conduce al vacío existencial tan habitual donde, ahora, se acumulan meses de fatiga, ruina, incertidumbre, desencanto y tristeza. El mes de mayo, que suele ser florido, caluroso y pregonero de tiempos de verano y vacaciones, se torna, con el tiempo y las grietas en el alma, en esa temblorosa pesadumbre que atenaza nuestros sueños. Las elecciones en Madrid se presentan como un plebiscito surrealista y amenazador en una sociedad profundamente dividida y enfrentada, donde lo putrefacto se ha impuesto al aire limpio de la esperanza. Pasan los días con la extraña sensación de que estamos perdiendo el tiempo en un escenario de cartón piedra donde los impostores son especialistas pasando por actores principales ofreciéndonos un espectáculo pobre y perverso y construimos castillos en el aire cuando el aire ya es tóxico y los castillos son solo despojos de todas las guerras que llevamos perdidas. Lloramos las pérdidas, las ausencias, las frustraciones y, en lo más íntimo, descubrimos estar viviendo en una farsa permanente embellecida por el consumo salvaje de una televisión narcótica y una vida hecha añicos que, como puzle de un millón de piezas, nadie sabe cómo completar. Estamos instalados en la efervescencia y la desmesura, en la poca vergüenza y el asco por todo, en la imposibilidad de alcanzar la zona de confort donde nadie pueda derribar los muros que nos protejan de tanta fealdad, oscuridad y miseria que nos rodea. La vida ya no es lo que era sino lo que otros pretenden dibujar para nosotros en debates hueros, discursos interesados, argumentos de pacotilla, soluciones planas y mañanas llenas de noticias inquietantes. Vivimos en la ambición de los ignorantes, en la sabiduría de los miserables y en el optimismo de los charlatanes. Hamlet le dice a Rosencratz y Guildenstern: «Últimamente, pero no sé la razón, he perdido toda mi alegría, he dejado de lado todas mis ocupaciones habituales, y todo esto me pesa con tanta fuerza sobre mi ánimo que la tierra, este marco bondadoso, me parece un promontorio estéril; la atmósfera, ese dosel magnífico, ese firmamento esplendoroso que nos cubre, este techo majestuoso cubierto de fuegos dorados, no me parece más que una congregación alocada y pestilente de vapores». No sé si reírme de tanto papagayo, mostrar ternura por los imbéciles o alimentarme de melancolía para escapar de tanta mediocridad.