Badajoz es la provincia más extensa de España. Son, de confín a confín, 21.666 kilómetros cuadrados de trasiegos y de andanzas. Algo así como diez veces la Vizcaya en que nací. Badajoz es un tren de vagones innúmeros; con su carbonilla y su paso lento, entre toros y encinas. De Madrid a Lisboa, de Sevilla a Gijón; las coordenadas de un corazón que palpita solo a ratos. Badajoz, 21.666 kilómetros cuadrados de trasiegos y de andanzas… de apetitos y aún de hambrunas infinitas.

Badajoz casi vacía. Entre soles y lunas, solo 676.376 almas. Algo así como la mitad de las que habitan Vizcaya. Badajoz, con el giroscopio averiado y, a la vez, y hasta quizá por eso mismo, purísima (y bellísima). Badajoz, como quien, tranquilo, espera en el quicio desquiciado de un tiempo que le es extraño. Badajoz, obrador de mis esperanzas. Del Gévora al Matachel. Del Albarregas al Zújar. Un paraíso caliente. Descarnado. Abandonado. Badajoz entera, luenga y soleada. Caminos y condumios de la Baja Extemadura. Quesos de Castuera. Pastores; tardes doradas de verano: sombra, silencio, parra y siesta. Gazpachos de conejo en la raya manchega. Tierras repletas de horizontes. Cazadores; escopetas, perros y migas. Siempre, cada día que amanece, en esta tierra alguien prepara unas migas; de una y mil maneras, exactamente 676.376 maneras de preparar (y de compartir) las migas.

Badajoz penetrada de mares por el Guadiana. Fecundada a golpe de pantanos. Tomates y arroces en los versos de agua. En Badajoz, arroz con liebre. Con el polvo de los caminos en la memoria. En Mérida, un viajero pregunta por los caramelos de la mártir. Alguien le contesta que ha cerrado la Confitería Gutiérrez. Y lloramos. En la capital aguanta La Cubana: bollitos de leche cual besos en las angosturas del tiempo. Y reímos. Aguas arriba, Don Benito. Perrunillas, flores, repápalos… y la canela de tus manos.

Badajoz, a veces portuguesa, siempre andaluza. Portuguesa de técula -y hasta de mécula- por Olivenza. Andaluza cuando llegan la feria, la manzanilla y las capeas de Segura de León. Badajoz, parada y fonda. Humildes viandas camineras a pie de carretera; por doce euros un pedacito de terruño y verdad. Badajoz, a veces mora, a veces cristiana, entre dehesas y cochinos. Tocino de papada junto a la candela. Badajoz, enamorada; altas torres cuajadas de platos solemnes: perdices en escabeche, chanfainas de sangre y asadurillas. Badajoz, cuchara de palo, cuchara de plata, descanso y remanso del más sabio coquinario.

Badajoz, sonora y entera. Cojondongos soberbios los de Tierra de Barros. ¡Deliciosas misturas! Badajoz, lumbres y calderetas. Cucharada y paso atrás. Mañanas de trigo y de centeno. Tardes de toros y de cigüeñas. Arroyos. Ermitas. Olivares. ¡Santo y seña! Verde oliva. Esta tierra sabe a machás. A tostada con aceite de Monterrubio (o de Malcocinado). Y a matanza… ¡Matanzas! San Martín, patrón magnífico de todos nuestros colgaeros. ¡Morcones! ¡Lomos! ¡Chacinas de Higuera La Real! Jamones de Jerez, dama dormida de los mares ignotos y de los caballeros templarios. ¡Humildes caldillos! Sopas de antruejos en Aceuchal, y entre todas una: la que preparan Los Cabezones, trono de todas mis gastronomías. Y en Barcarrota, Las Mayas; una de peladilla, otra de bacalao de feria y, cuando se tercia, una de tagarninas. Por Castilblanco, jilimoje: un sartenazo de torreznos, hígado y sangre… el ajo del pueblo y el laurel de los césares. Garbanzos en Valencia del Ventoso. Los dulces de las monjas agustinas en Fregenal de la Sierra… ¡gloria bendita! En Herrera del Duque, candelillas, y, en su vecina Peloche, escarapuches de tencas. En Alburquerque, los vinos antiguos y misteriosos de las cepas centenarias de mi amigo José Rivero. Y Haragán, un vino con nombre de perro (noble y bueno).

En la puerta falsa una niña y, en el retrovisor (y en el gaznate), Badajoz, la tierra mía.